Contrapunteo

Favores políticos

24 jul. 2017
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Un conocido una vez me preguntó, pensando que mis años como analista política —una carrera en ciernes— podían haber ayudado a hacerme una idea de cuánto dinero hacía falta como mínimo para costearse una campaña presidencial. Y mi respuesta fue «no lo sé», segura de que es una condición indispensable en la carrera por hacerse con los manejos de un país, pero desconociendo tarifas.

Es cierto que las finanzas no se reparten e invierten por igual para toda contienda, y que hay mecanismos diversos ya consolidados en algunos países más que en otro. Resulta difícil conocer los números en blanco y negro, hay algunos países que legislan algunos montos para ejercicios de promoción y ascenso político, existen presupuestos nacionales destinados, pero en general, el grueso de los ingresos es visto como contribución para el acto proselitista. Claro, en todos los casos hablamos de cifras millonarias.

De hecho, cuando de financiación política se habla, las presidenciales estadounidenses siempre lideran la lista. Cada cuatro años un titular se repite: «Las elecciones más caras de la historia», porque además de cuestionarse en la prensa una y otra vez el derroche de capitales, se  ilustra siempre el nuevo récord.

Por ello, cuando el escándalo de Odebrecht comenzó a estremecer a la cúpula política de América Latina, tuve mis reservas sobre el tema. El acaudalado Marcelo Odebrecht, dueño por herencia de la transnacional brasileña de la construcción untó a diestra y siniestra a funcionarios hasta llevarlos a lo más alto del poder y tener, obviamente, sus favores como moneda de cambio. Pero la pregunta es: ¿ha sido el único? ¿No es práctica habitual que los emporios económicos respalden en metálico a personajes con aspiraciones de gobierno, unos con modos más legales que otros? ¿O es que alguien se cree que los tributos, sobre todo los privados, son obras de caridad?

Odebrecht no solo financió campañas, sino que ofreció además coimas a cambio de licitaciones de obras públicas. Su actuación fue más torpe. De hecho, creó una «caja B» o lo que es lo mismo, la institucionalización de un departamento de sobornos. De ahí que, al caer, se llevó consigo una de las mayores multas impuestas a una compañía acusada de corrupción: 3.500 millones de dólares. ¿A qué arcas fue a parar el dinero? A las de Brasil, país que destapó la olla, Suiza y Estados Unidos, otros dos territorios donde se investigan las prácticas ilegales de la empresa.

El caso de la constructora brasileña es la comidilla de los medios en la región cuando de corrupción de habla. Ya hay un expresidente tras las rejas —Ollanta Humala y también su esposa cumplen desde el pasado 13 de julio prisión preventiva— algún otro prófugo, y varios con más de un proceso judicial abierto. Otros han salido más habilidosamente ilesos del entuerto. Incluso, ha habido pactos de algunos países con la empresa, como es el caso de República Dominicana y Panamá, quienes acordaron una indemnización para compensar los sobornos. Algo así como, de los males, el menor, pues no hay personajes arruinados sino un arreglo para colaborar en la trama judicial, castigar a un grupo de altos cargos de Odebrecht y «resarcir» al país.

En otros Estados no ha sido tan simple. Perú y Brasil han sido de los más afectados con esta cruzada emprendida por el mismo magistrado que condenó a Luis Ignacio Lula Da Silva, el juez Sergio Moro. Le siguen Colombia y Argentina, y todos con varias figuras presidenciales y aspirantes presuntamente implicados. México, Venezuela y Ecuador también se han visto salpicados y es que la multinacional opera en 28 países del área.

Así el caos en las naciones involucradas mientras que la empresa sigue funcionando después del «mea culpa» y la depuración de sus funcionarios corruptos. La historia de transparencia y supuesta eficacia judicial se ha traducido en una cacería de brujas a políticos puntuales, de ahí que, curiosamente, han sido implicado muchos, pero no enjuiciados todos. La justicia en este caso ha tenido una especie de ceguera selectiva y ha demostrado, tal y como lo ha hecho la compañía, someterse más a la política y a los políticos, que a las leyes.

Esta experiencia nos enseña que, en materia de financiación política, parece haber procedimientos legales e ilegales, como si hubiesen donaciones desinteresadas, cuasi filantrópicas para algunos políticos. Hoy día es difícil postularse sin apoyo económico, en la inmensa mayoría de los Estados. Un magnate de la industria inmobiliaria y turística sin ninguna experiencia política  ocupa la Casa Blanca como triste y deformante ejemplo de que el dinero pretende y apuesta por poderlo todo.
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