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Pensamiento Social en Cuba. Una mirada desde la memoria*

15 abr. 2019
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Una observación inicial: Este se trata de un terreno apenas examinado. He tenido que contener la tentación de ahondar en cada aspecto, de polemizar explícitamente con algunos y de ofrecer el estudio monográfico que el tema amerita. Escribo en medio de muchas obligaciones, estimulado y presionado a la vez por una fecha de entrega, con la esperanza de echar un granito de arena, desde mi estricta visión personal,  a lo que ojalá se convierta en uno de los grandes temas del pensamiento social cubano actual, necesitado de reflexionar sobre sí mismo.


1.    La época revolucionaria.

Fue un tiempo de acelerados cambios sociales que, en poco más de dos años, echó por la borda las estructuras económicas y gran parte de las sociales sobre las que se asentaban la dominación imperialista de Estados Unidos sobre Cuba y la hegemonía de la burguesía dependiente cubana. Para 1961 habían desaparecido las propiedades estadounidenses mediante su nacionalización al igual que la gran propiedad burguesa insular, buena parte de la tierra se había entregado al campesino productor y aparecían grandes unidades agrícolas en forma de granjas estatales y de cooperativas campesinas. El mercado estadounidense se había cerrado completamente, y las viviendas se habían entregado a sus residentes. Desde principios de 1959 se habían eliminado el ejército y demás aparatos represivos tradicionales, y también los partidos políticos vinculados al sistema de dominación.

Desapareció el ejercicio privado de la enseñanza, se trabajó en una reforma universitaria y educacional modernizadora, que eliminó en 1961 la alta tasa de analfabetismo. Se ampliaron significativamente los servicios de salud  y el país tuvo que dedicar enormes recursos para afrontar la hostilidad del gobierno estadounidense, que incluyó desde la ruptura de relaciones diplomáticas hasta las agresiones armadas como el desembarco por Playa Girón en abril de ese mismo año y que avanzaba hasta el bloqueo económico total. Cuba fue aislada de su natural entorno latinoamericano y sólo México mantuvo sus relaciones diplomáticas con la Isla.

De hecho, pues, la nación toda se transformaba a ritmo velocísimo: el Estado asumía nuevos roles, las masas irrumpieron protagónicamente, la conciencia social se revolucionaba por días. En unos treinta meses el país ya era otro y debía pelear duramente para sobrevivir al mismo tiempo que se reorganizaba en todos los órdenes. Por todo eso, y por mucho más que no hay tiempo para referir, la Revolución Cubana fue desde entonces un fenómeno de cambio social de una profundidad asombrosa e inesperada quien sabe si hasta para sus propios actores, y se convirtió en uno de los más destacados procesos que transformaron ese decenio a escala universal.

Los años sesenta, se ha dicho a menudo, fueron una época de crisis de la cultura de dominación burguesa. La liberación nacional se extendió por África y Asia, mientras que Latinoamérica pasó por un auge de la secular voluntad de transformaciones populares, especialmente a través de las luchas guerrilleras, asunto hoy lamentablemente subvalorado y apenas estudiado. El sistema mundial burgués atravesó por un muy serio cuestionamiento de sus valores y paradigmas hasta en los llamados países centrales, y muchos aspectos de las relaciones sociales cotidianas, incluidas numerosas expresiones de la psicología social, los hábitos y las costumbres fueron puestos en solfa, al punto que amplias masas y sectores sociales expresaron disgusto y rechazo a todo lo que les significara el orden burgués establecido.

Con grandes esfuerzos, el sistema de dominación mundial logró recomponerse desde los años ochenta a pesar de las largas y encadenadas crisis económicas de los decenios finiseculares y pasó a la ofensiva neoliberal. No se produjo la revolución mundial pregonada y deseada por muchos, mas, indudablemente, hubo cambios notables de mentalidades, de estilos de vida, de sensibilidades, de cultura. Y, reitero, la Revolución  Cubana estuvo en el epicentro de esos cambios.

 

2.    La búsqueda de un pensamiento propio

La brusquedad de las transformaciones revolucionarias cubanas obligó a la dirección revolucionaria, urgida además por el propio desenvolvimiento del proceso histórico-social, a implementar con suma rapidez no solo una ideología capaz de legitimar esos cambios, sino también a algo más complicado: darle a esas transformaciones una apoyatura teórica y conceptual que explicase tanto lo que se iba haciendo en la práctica social como que, de algún modo, permitiese trazar objetivos a mediano y a largo plazo, y que, sobre todo, diese un fundamento a la práctica y a esos objetivos. Se trataba, nada más y nada menos, que de pensar la Revolución desde y como parte de su misma marcha.

A mi juicio, esa fue de una de las aventuras más extraordinarias del pensamiento social contemporáneo: someter a crítica la sociedad y la cultura burguesas en sus variedades sociológicas (tanto para los países hegemónicos como para los subordinados) en medio del propio proceso de demolición de ambas dentro de Cuba, y, a la vez, ir construyendo una nueva cultura y una nueva sociedad que, con toda probabilidad, no tenía otra manera de llamarse que socialismo, dadas las experiencias universales previas y la propia lógica anticapitalista.

Para hacerse de su teoría, la Revolución Cubana tenía enseñanzas nacionales como la frustrada y entonces todavía reciente Revolución del 30, buena parte de cuyos hacedores y pensadores aún se mantenían activos, algunos de los cuales habían participado en la lucha contra la tiranía batistiana. Además, se disponía, sobre todo, de una poderosa línea del pensar nacionalista y de liberación que venía desde los tiempos de la formación nacional durante las luchas anticoloniales, sistematizada en uno de los símbolos de la nación que es José Martí. Su amplio y profundo ideario antimperialista, de liberación nacional para Cuba, de unidad latinoamericana, y de una ética humanista y de servicio social y patriótico, más el abanico de la diversidad de miradas teóricas aportadas por la variopinta de los grupos revolucionarios del 30 —que van desde el marxismo hasta el reformismo burgués modernizador, pasando por otras corrientes socialistas y el anarquismo— entregaron una poderosa matriz de nacionalismo revolucionario y antimperialista que marcó —de diferentes maneras, pero dejando siempre su impronta crítica acerca de la república plattista—, a los múltiples proyectos de renovación de la sociedad cubana tras el aplastamiento de las fuerzas revolucionarias en 1935, al punto de que la opción socialista no quedó circunscrita meramente al partido que se autocalificó como marxista-leninista y que fue miembro de la III Internacional hasta la disolución de esta organización inspirada por la Unión Soviética.

También estaban a mano  las experiencias reformistas y revolucionarias latinoamericanas del siglo xx, en particular las revoluciones mexicana, guatemalteca y boliviana, junto al desarrollo de las ideas en la región, enrumbadas desde los años treinta y cuarenta por la crítica a los modelos dependientes tradicionales.

La Revolución llegó al poder en 1959 con un país que mayoritariamente portaba un rechazo a la dependencia azucarera y al latifundio, con una voluntad de buscar la diversificación productiva y de mercados, y un ansia de industrialización, además de una conciencia social escandalizada por la miseria del campesino sin tierras y por el inocultable crecimiento de la marginalización urbana, con sectores obreros de amplia experiencia sindical que habían obtenido muchas reivindicaciones y de elevada conciencia clasista. De hecho, de muy distintas formas, tendía a predominar en la conciencia social una actitud crítica hacia puntos clave de las estructuras de la sociedad, combinada con una elevada dosis de sentimientos nacionalistas.

Todo eso explica el rápido y radical desenvolvimiento de la Revolución Cubana entre 1959 y 1960, y el acelerón por el que atravesó el pensamiento social insular en aquel momento. Por entonces tuvo lugar crecientemente un intenso debate en la prensa, en la cátedra y en muchas instituciones acerca del marxismo, las ideas y la práctica del socialismo en la URSS y Europa oriental y una vuelta al pensamiento cubano del siglo xix.

El marxismo fue, pues, la teoría asumida y se convirtió en la ideología de la Revolución. Durante un tiempo relativamente breve hubo una tendencia a masificar su conocimiento para justificar a través suyo el rumbo socialista que tomaba el país. Las escuelas de Instrucción Revolucionaria popularizaron el marxismo soviético, aunque los primeros cursos se siguieron por el manual del francés Georges Politzer. Luego quedó más circunscrito al ámbito universitario y académico donde también con suma rapidez se produjo el desplazamiento de los manuales soviéticos en su enseñanza por la entrada de los marxistas europeos, asiáticos y latinoamericanos. En menos de dos años, tras los manuales, en Cuba se comenzó a estudiar desde los textos de Marx, Engels y Lenin hasta Plejanov, Kautski y los bolcheviques como Bujarin y Trostki; fueron descubiertos Gramsci, Lucácks, la Escuela de Frankfurt; se manejaba a los marxistas europeos contemporáneos, incluyendo los que intentaban renovarlo en la URSS. Se leía lo mismo a Stalin que a Mao Ze Dong y Ho Chi Minh; Mariátegui entusiasmaba, al igual que  los líderes revolucionarios de nuestra América y de África.

Bajo el indudable predominio del marxismo hubo en la isla una verdadera revolución de las ideas sustentada en un devorador afán por atrapar la mayor cantidad de conocimientos posibles. La filosofía a lo largo de su historia y particularmente los sistemas modernos y los pensadores del siglo xx atrajeron notablemente; la ética y la estética provocaron a más de uno; las teorías sociológicas fueron atendidas desde los fundadores de la disciplina hasta las escuelas de los años cincuenta; la psicología social ganó adeptos; las teorías económicas se divulgaron y debatieron ampliamente; y la historia ganó muchos interesados, especialmente la de Cuba desde 1790 hacia adelante.  

Fue como una vorágine de intereses de una amplitud desmedida en la que participaron con pleno gozo muchas personas de edad avanzada y madura, y una  gran cantidad de jóvenes con pretensiones intelectuales. No solo los impulsos de la marcha de la Revolución explican ese fenómeno; también se prestigiaba la función del intelectual, y hasta la del artista, a pesar de los prejuicios contra ambos provenientes de la sociedad anterior subdesarrollada y dependiente, pero que se hicieron sentir hasta mucho después en ciertas filas de la dirigencia revolucionaria.

Sin embargo, la fiebre revolucionaria, transformadora en todos los órdenes, tendía a remover obstáculos. Fue común que el mundo artístico se sumara al estudio y a la expresión del pensamiento social: cineastas, escritores, actores, músicos, pintores participaron de las discusiones de aquellos años con lucidez y sinceridad, y a plena conciencia expresaron aquel aprendizaje en sus creaciones.

El debate de ideas fue intenso, a veces duro. Durante los dos primeros años de Revolución no dejó de haberlo con quienes sostenían la ideología de la dependencia y el anticomunismo de la guerra fría. También ocurrió entre los sectores y los exponentes de la Revolución. El mismo Fidel Castro, más de una vez, manifestó en público sus discrepancias con el modelo del socialismo soviético, y Ernesto Che Guevara promovió y sostuvo un riquísimo debate teórico acerca de la conformación económica del socialismo que pronto derivó hacia la propia naturaleza y carácter del nuevo régimen social.

El primer decenio de Revolución transcurrió en medio de un debate universal, muy fuerte especialmente en Latinoamérica, acerca de las maneras de llegar al poder por parte de las fuerzas revolucionarias simplificadas desde entonces en el choque entre los partidarios del foco guerrillero y los de la lucha de masas. Y se extendió hacia la manera de entender el socialismo: si este era un simple cambio en la propiedad de las fuerzas productivas o si se trataba de toda una renovación cultural, de conciencia y de formas de existencia.

Quizás hoy se pueda comprender mejor que no solo se manifestaba la necesidad de  un cambio del estilo y de ciertas concepciones de hacer política en y para el socialismo, con un indudable e importante matiz generacional, sino que se buscaba responder casi que intuitivamente a los factores que ya indicaban una crisis estructural de las prácticas del socialismo en la URSS y en Europa oriental, como decían algunos pocos y avizoró pioneramente Che Guevara.

Esas polémicas, a primera vista de franco sabor político y quizás hasta doctrinario, estimulaban al pensamiento social en su conjunto porque éste entregaba argumentos a los contendientes. Los años sesenta fueron un decenio sumamente aportador para las disciplinas sociales particulares a escala planetaria por la cantidad de viejos problemas que se afrontaban y la enormidad en cantidad y complejidad de los nuevos que surgieron entonces desde regiones –lo que comenzaba a ser llamado Tercer Mundo–  hasta entonces forzadamente alejadas del intercambio de ideas. El capitalismo, de cierto modo a la defensiva, tuvo que pulir y refinar sus mecanismos de dominación y desde entonces concedió  cada vez más creciente importancia al control de la conciencia de los dominados, y perfeccionó su cultura de la dominación mediante el poder mediático. Surgieron nuevas disciplinas y especialidades de lo social y se comenzó a comprender que esta realidad no era cognoscible ni, mucho menos, transformable, si no había una mirada abarcadora e integradora de los procesos sociales. Mas los debates dentro de la Revolución Cubana en los sesenta apuntaban ya hacia ese camino en virtud de ese afán de valerse de todos los instrumentos y de sostener una concepción totalizadora de lo social como la expresada por Carlos Marx. Quienes lo vivimos y nos formamos entonces quizás tuvimos la mejor enseñanza de lo que solía decirse con la equívoca frase de la unidad entre teoría y práctica.

Ese pensamiento social cubano partió de Cuba en función de Cuba, pero, al mismo tiempo, tuvo plena conciencia de que era de y para el mundo, o, mejor, para la revolución contra el capitalismo. Probablemente esa inclinación, seguida a plena voluntad por sus tantos expositores, permitió su supervivencia en el mundo intelectual cubano a pesar de la desaparición de varias de sus instituciones y órganos de expresión más representativos en los años setenta, cuando se implantó el modelo soviético de organización económica y política, y particularmente en la educación. Pero esa es otra historia, más allá de los límites temporales que me he impuesto. Baste, por ahora, asegurar que el pensamiento social cubano avanzó muchísimo en los sesenta para expresar con originalidad y autoctonía, y por eso ha constituido una sólida base para pensar y trabajar por un socialismo de raíz nacional en medio de las adversidades por la hegemonía del capitalismo y del dominio unipolar de Estados Unidos, el rival imperial de la nación cubana.

 

*Publicado inicialmente en Pensar en Cuba.

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