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Médicos cubanos: ¡presente! (segunda parte)

24 oct. 2018
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En el empeño de hacer relucir esas historias que durante años permanecieron ocultas, el periodista Hedelberto López Blanch rescata en su libro Historias secretas de médicos cubanos, las experiencias de quince galenos que sirvieron en Argelia, Guinea Bissau, Congo Leopoldville, Congo Brazzaville y Angola; de ellos doce médicos guerrilleros y tres integrantes de aquella primera brigada internacionalista.

Sirva entonces este dossier para mostrar algunas de estas entrevistas, y con ellas, el inmenso reconocimiento a la labor que desempeñaron en otros países.

La desconocida historia del doctor Álvarez Cambras

Para millones de hombres y mujeres, no sólo de Cuba sino de muchas partes del mundo, el nombre de Rodrigo Álvarez Cambras les es conocido por sus innumerables aportes a las ciencias médicas ortopédicas, incluso por el famoso fijador externo de huesos que lleva sus iniciales: RALCA.

Lo que la gran mayoría desconoce es que este científico cubano, que ostenta más de trescientas condecoraciones y reconocimientos nacionales e internacionales, participó como médico guerrillero, a mediados de los años 60, en el Batallón Patricio Lumumba, el segundo frente del Che en el Congo Brazzaville.

Cuando a finales de 1964 se producen las primeras agresiones norteamericanas a Vietnam del Norte, Álvarez Cambras, quien desde 1969 dirige el Complejo Ortopédico Internacional Frank País, escribe una carta al Comandante en Jefe Fidel Castro y al Partido Comunista en Ciudad de La Habana, en la que expresa su disposición de ir a esa nación para apoyar al pueblo vietnamita en su lucha contra el imperialismo.

Su carrera de medicina, que había interrumpido en 1956 cuando el régimen de Fulgencio Batista cerró la Universidad, la continuó tras el triunfo de la Revolución y se graduó como ortopédico en 1964. Contaba con experiencia en esa rama, pues desde los primeros años estuvo como alumno ayudante de esa especialidad en el Hospital Calixto García.

Este famoso y brillante científico cubano nació en Candelaria, Pinar del Río, el 22 diciembre de 1934, pero fue inscrito en la Ciudad de La Habana. Estudió primaria en una escuela pública en la barriada de Luyanó, donde vivió hasta los 12 años. Su padre, con un esfuerzo enorme, sufragó sus estudios en el colegio religioso Los Maristas en la Víbora hasta 1948, cuando muere de tuberculosis. Como era el batutero mayor de la banda de música, integrante del equipo de baloncesto y otros deportes, sus hermanos de escuela le consiguen una beca y termina el bachillerato en 1952.

Ese año logra ingresar en la Escuela de Medicina de la Universidad, aunque con muchas dificultades, porque participaba en las luchas estudiantiles. Cuando cierran la Universidad a fines de 1956 ya estaba en tercer año de medicina.

Tuvo una amplia participación en la lucha clandestina, y luego del triunfo de la Revolución ejerció varios cargos: finanzas en el Movimiento 26 de Julio en Ciudad de La Habana,; coordinador de un sector de la Defensa Civil; igualmente, laboró en la intervención de varias instituciones como la Casa de Beneficencia, el Instituto Nacional de Higiene, algunos laboratorios privados y otras empresas, hasta que comenzó a trabajar en la Aduana de La Habana como inspector sanitario de Puertos y Aeropuertos.

A finales del 61 se reintegra a los estudios y a la vez trabaja en la Aduana. Cuando concluye la carrera en 1964 ya tenía experiencia en ortopedia, pues desde el primer año había iniciado prácticas de esa especialidad, y según rememora fue por un hecho fortuito, pues durante una manifestación estudiantil la policía batistiana le dio una golpeadura que le provocó una lesión en la pierna. Lo llevaron a la Sala Gálvez del Hospital Calixto García y allí ayudó y aprendió a poner yeso a otros pacientes con los estudiantes más avanzados.

Y recuerda Álvarez Cambras:

Hay un dicho que dice: el que se moja con yeso se hace ortopédico, y así me fui metiendo en la sala a donde iba todos los días porque me gustaba. Hice una oposición de Alumno Oficial, y vivía en el internado de ese hospital, donde me daban desayuno, almuerzo y comida. En este centro médico desarrollo la ortopedia hasta que paso a la vida clandestina a principios de 1958. Al reintegrarme, me mantengo trabajando ortopedia en el Calixto García, y cuando me gradúo paso al Hospital Ortopédico Fructuoso Rodríguez, con el cargo de coordinador de docencia e instructor de un grupo de trabajo por la experiencia que tenía.

Para cumplir el Servicio Médico Rural, lo ubicaron a mediados de 1964 en el Hospital Saturnino Lora de Santiago de Cuba, donde lo designan jefe y profesor de ortopedia de las hoy cinco provincias orientales (anteriormente solo era la provincia de Oriente).

En el Saturnino Lora labora un año, hasta que una mañana recibe una llamada telefónica de La Habana en la que le pedían presentarse en el Ministerio de Salud. Roberto Perera, jefe de Relaciones Internacionales de Salud Pública, y Torres Santraill, responsable de posgrado del Plan Montaña, lo reciben en la capital y le comunican que existía la posibilidad de cumplir una misión internacionalista y le preguntaron si conocía a otros médicos que quisieran acompañarlo.

Les da los nombres de dos, del cirujano Manuel Jacas Tornés y del clínico Julián Álvarez Blanco, quienes ya habían expresado por escrito su deseo de ir a Vietnam y que también hacían el servicio médico en la provincia de Oriente.

Poco tiempo después, los tres fueron citados a La Habana, y Cambras narra anécdotas de esa historia:

Salimos para La Habana en un auto Opel Record hecho leña que yo tenía, y el viaje resultó una odisea. Cuando monté a Julián me dijo: «Esto tiene un ruido extraño».

Por el poblado de Jicotea, en Las Tunas, se rompió y lo dejamos botado con todo el equipaje. Yo poseía una metralleta, pues era miliciano, y de pronto, cuando ya estábamos a varios kilómetros del lugar —en una camioneta que nos habían prestado en el Partido de Las Tunas para que llegáramos hasta el aeropuerto de Camagüey— le digo al chofer: «Vira, que se me quedó la metralleta». Las jaranas de Julián y Jacas duraron hasta La Habana.

Llegamos a la capital y nos reciben Machado y Perera, quienes posteriormente nos citan por separado a una entrevista en una casa de trabajo que estaba en L y Línea. Dijeron que iríamos para Vietnam, que debíamos lanzarnos en paracaídas en el Delta del Mekong. Como es lógico, la mente se nos llenó de preocupaciones. Seguidamente hicimos una carta expresando nuestra voluntad de realizar la misión y de despedida a los familiares, que se abriría en caso de fallecimiento.

Unos días después nos citaron a un campo de entrenamiento. No se me olvida, porque llegamos y vimos que los compañeros eran de la raza negra, prietos de verdad, y pensamos que había un error. Regresamos a La Habana y fuimos a ver a Machado, quien, al exponerle nuestra duda, comenzó a reír y afirmó: «Chicos, eso fue lo que les dijeron para ver la disposición, pero para donde van, si están dispuestos, es para África». Eso fue en julio del 65.

Más tarde, tuvimos una entrevista con Osmany Cienfuegos, ministro de la Construcción y responsable de las relaciones internacionales del Partido, y con Manuel Piñeiro, viceministro del Interior, quienes explicaron que sería una misión difícil. Nos tomaron la medida para los uniformes, y este último nos entregó una pistola P-38, un reloj marca Poljot (el mío estaba roto), una maleta, botas, y toda la indumentaria de guerra menos el fusil, que iría en el barco.

Posteriormente, el Comandante en Jefe Fidel Castro nos mandó a buscar. Almorzamos con él y nos habló de África en general, sin especificar el país, de la importancia de la misión, que íbamos voluntarios, pues era una decisión personal. Preguntó si teníamos pistolas y le dijimos que una P-38. Le dijo a Piñeiro, quien nos acompañaba: «No, no, tienes que buscarles una mejor, ¿cómo les vas a dar a unos oficiales médicos una P-38?». Nos trajeron una Stich de 20 tiros que Fidel nos entregó. Todavía la conservo como un tesoro. En los días siguientes, llenamos varios papeles y nos dieron pasaportes con nombres cambiados; el mío era Fernando Estévez García».

Después de pasar un pequeño entrenamiento, una noche nos recogieron en unos vehículos y salimos para el Mariel. Allí se encontraban, en la escalerilla del barco soviético de pasajeros, Félix Dzerzhinsky, despidiendo a los futuros combatientes: Fidel, Osmany y Piñeiro.

¿Intercambió palabras con Fidel?

Cuando subía, maleta en mano y vestido de civil con camisa de mangas cortas, Fidel se da cuenta que no llevo reloj y me dice que cómo un médico va a ir a la guerra sin ese importante medio. Le respondo que me dieron un Poljot roto y lo dejé en casa. Inmediatamente se quitó uno de los dos relojes que llevaba, en este caso un Longines, y me lo entregó. Durante toda la estancia en el Congo me acompañó y después el reloj viajó conmigo a otros países, pero hoy lo guardo como recuerdo y solo lo uso en contadas ocasiones.

El 6 de agosto de 1965, del puerto del Mariel zarpó el barco Félix Dzerzhinsky, rumbo al África, con los integrantes de la Columna Dos, al frente de la cual estaba el compañero Jorge Risquet Valdés.

¿Cómo fue la travesía?

El viaje duró dieciséis días junto a la Columna Dos casi completa, pues una avanzada fue por avión para preparar las condiciones del grueso de la tropa. Estuvimos mucho tiempo con los aviones norteamericanos sobrevolándonos, porque en esa época se había producido la invasión estadounidense a Santo Domingo1 y la nave en que viajábamos era soviética. Como los médicos que íbamos éramos blancos, no había problemas de que nos vieran, pero la tropa era negra y para que no se descubriera la misión por los pasajeros del buque o por aviones espías, tuvieron que viajar en las bodegas, en una zona calurosa y con poca ventilación. En ocasiones salían por las noches, pero por poco tiempo.

Se produce un fenómeno muy curioso. En primer lugar, todos los combatientes estaban recién vacunados contra varias enfermedades tropicales, y segundo, como la comida rusa es muy fuerte, con olores desagradables, los compañeros que iban abajo se pasaban todo el tiempo mareados y vomitando, pues les faltaba aire fresco y respiraban las emanaciones de la comida. Algunos iban a comer y después vomitaban. El capitán tenía un gong que lo hacía sonar al lado de un micrófono para anunciar las horas de las comidas. Algunos vomitaban solo al oír el gong.

Entonces, le digo a Risquet que era necesario hablar con el capitán del barco para que no tocara más el gong, y este me responde que sea yo, como médico, el que conversara con el capitán. Lo hice, pero aquel robusto ruso no comprendió la situación y argumentó que eso era una tradición y por lo tanto no se podía violar.

Un día nos robamos el gong y lo tiramos al mar. El capitán se puso sumamente furioso y dijo que no daba más comida hasta que no apareciera el famoso gong, pero este ya descansaba en el fondo del Atlántico. Posteriormente, uno de nosotros les avisaba a los compañeros las horas de ingerir los alimentos.

Por los días finales de agosto del 65, la nave se aproxima a Punta Negra, el mayor puerto del Congo Brazzaville, y yo, que estaba en la cubierta, grito: «¡tierra!». El doctor Jacas, que estaba acostado, se levanta, sale corriendo y choca con la puerta de hierro del camarote, que era bajita, y cae noqueado. Tuve que darle un punto, pues sangraba mucho por la herida, y este fue el primer paciente que atendí en esta misión.

¿Es de suponer que tenga muchas anécdotas?

Creo que darían para hacer un libro. En el Congo se hablan diferentes dialectos. Yo no sabía mucho francés (solo había tomado unas cuantas clases con un profesor que venía en el barco). El lingala y el bateketé los aprendí un poquito, pero eran muy difíciles. No se parecen al swahili. El lingala, el lari y el bateketé se hablan en la región del Pacífico, donde están las tribus bakonga, lari y bateketé. Una de las anécdotas interesantes es que veía a tantos niños con polio en el hospital que les preguntaba a los familiares de qué lugar venían. Todos me respondían de Ambrús. Y un día voy a ver a Risquet, que en ese momento estaba con el profesor de francés, y le digo: «Estoy preocupado, hay que localizar un pueblo donde todos padecen de polio», y cuando le digo el nombre, el profesor me aclara que ambrús quiere decir… «de la selva».

En una ocasión, se aparece una tribu entera frente al hospital con sus arcos, escudos y flechas. Traían en una parihuela a un anciano de 70 u 80 años, con barbas blancas y larguísimas uñas, para que lo operara de una cadera fracturada. Allí el promedio de vida es de 35 a 40 años, y vivir más tiempo para una persona representa estar bendecida por su dios y por tanto son muy respetados.

La tribu estuvo en ese lugar cerca de cuarenta y ocho horas. Anunciamos la operación y un enfermero francés que tenía de asistente, me pregunta: «¿Doctor, por dónde escapamos?, en la parte trasera yo tengo un carro». Le indago el porqué, y me responde que la tribu está danzando y dando vueltas alrededor de un palo y que si ese anciano se muere por lo menos tenemos que perdernos diez días. Por suerte, la operación fue un éxito y la tribu se llevó al viejito de regreso a la selva.

A veces íbamos a algunas misiones, pues se preparaba en los distintos campamentos a la milicia para que protegiera al presidente Massamba Debat ante un posible ataque desde Zaire, y también a numerosos guerrilleros del MPLA.

Tengo una anécdota con uno de nuestros soldados, que por supuesto muchos eran campesinos, ex combatientes de la Sierra Maestra. Este hombre va a verme y me dice que estaba padeciendo de un fuerte dolor en el ano. Lo reviso y tenía hemorroides. Le doy unos supositorios de glicerina largos y le comunico que, antes de ir al servicio, se ponga un tareco de esos. Le doy como veinte supositorios. El guardia se fue para una misión lejos de Brazza. Cuando regresa le pregunto cómo le había ido por allá y me responde: «Médico, se me curó, qué buena medicina usted me dio, pero qué difíciles son de tragar las pastillas esas». El hombre se había tragado todos los supositorios, pero se le trababan en la garganta.

Una vez nos mandan a buscar a un compañero nombrado Jesús Ramos Aróstiga, conocido por Palacios, al que se le escapó un tiro de su pistola y resultó herido en el vientre. Palacios, procedente de una familia campesina del Escambray, estaba en una lejana región conocida como Safel. Íbamos a ir Jacas, el anestesista Isidel y yo con el instrumental quirúrgico. Isidel sale por tierra porque en la avioneta no cabíamos todos y si teníamos que volver con el herido debía entonces quedarse allá uno de nosotros.

Fuimos a buscar el susodicho avión y lo que encontramos era una avioneta de tela, llena de huecos y con aspecto despreciable. Cuando subimos, el piloto congolés no tenía llave para el arranque. Zafó dos cables, los pegó y arrancó. La nave era de un solo motor y cuando despegamos íbamos para arriba, para abajo, y pensamos que se caía. Cuando llegamos al lugar, el piloto nos explica que no puede aterrizar porque el único lugar posible estaba ocupado por las tambochas, hormigas gigantescas que hacen unas montañas de tierra de metro y medio de altura. Desde el aire se observaban con sus formas increíblemente simétricas, en línea recta, cada varios metros. Eran cientos de hormigueros, y si los rompes ellas se alborotan y te pueden acabar. Dimos vueltas y la gasolina se acababa, hasta que el hombre, que era buen piloto, logró aterrizar al lado de un río en un espacio muy corto. Desgraciadamente, cuando llegamos Palacios ya había fallecido. Habían ido a buscar un médico que estaba cruzando la frontera, en Gabón, peroya Palacios estaba muerto. Lo que hicimos fue traer el cadáver, lo embalsamamos y lo enviamos para Cuba.

¿Usted se encontraba cuando el intento de golpe de Estado? ¿Le asignaron alguna misión?

Estando en Brazzaville se produce un intento de golpe de Estado contra el presidente Massamba Debat, encabezado por la unidad de paracomandos (unos 250 hombres) que eran, junto con la gendarmería, los grupos mejor armados y entrenados por los antiguos colonizadores franceses. El gobierno estaba a favor del presidente Massamba y muchos de sus integrantes se refugian donde se encontraba el contingente cubano, entre ellos el primer ministro Ambroise Noumazalay. Estos hablan con Risquet, quien decide apoyar al gobierno legítimo en contra de los complotados, pero sin que ocurriera algún hecho de sangre.

Al principio se rebelan los paracomandos y prácticamente dan el golpe, porque Debat estaba en Tananarive, Madagascar, en una reunión de la Organización de la Unidad Africana.

Tomaron el Palacio y algunas principales posiciones de Brazzaville. En ese momento solo nos encontrábamos en la capital dos oficiales, el capitán Rafael Moracén Limonta, conocido como Quitafusil, y yo que era teniente. El jefe del contingente, Jorge Risquet, me informa de los sucesos y me ordena que fuera a tomar la emisora, que estaba ofreciendo partes a favor del golpe de Estado y contra Massamba.

Me asigna solo 10 hombres y una BTR (tanqueta con una ametralladora 30). Salgo rápidamente para la emisora, donde entré en forma abrupta, sin ninguna resistencia. Paro los programas de televisión y de radio. Al poco rato llegan 10 gendarmes, que eran una especie de policía, les digo que se vayan pero no quieren abandonar el local, pues decían que tenían órdenes de permanecer allí.

Me comunico con Risquet por medio de un equipo que me había entregado y me dice que los deje allí, pues aún no se sabía si la gendarmería se iba a alzar, y si nos fajábamos en un principio con ellos, después podría ser peor, pero que los mantuviera vigilados.

La situación se puso peor y me envía dos cañones de 75 mm, sin retroceso, de fabricación china, y una ametralladora cuatro bocas, dos bazucas y ocho hombres más. Monto los cañones y pongo la cuatro bocas frente a la calle por donde podían entrar las tropas alzadas si venían a tomar la ciudad. Nuestra ubicación protegía la embajada cubana y el Bosque, que era el campamento donde estaba Risquet y donde tratábamos de concentrar al Consejo de Ministros y a otros dirigentes congoleses, para mantener el gobierno, que ante la ausencia de Massamba lo encabezaba el primer ministro Ambroise Noumazalay.

La misión era, primero, evitar que entrara la gente a tomar la ciudad; segundo, que no entraran los paracomandos por otra carretera que daba a la emisora; tercero, parar la propaganda contra el gobierno; cuarto, vigilar a la gendarmería que estaba enfrente y que tenía cerca de 2 000 hombres en un gran campamento de tres hectáreas, y cuidar la embajada que se encontraba frente a la gendarmería, a unos doscientos metros de la emisora.

Vuelvo a hablar con Risquet, pues llegan 14 gendarmes a relevar a los 10 anteriores. Me orienta inventar algo para sacarlos sin utilizar la fuerza. Ellos estaban asustados y dormían en el piso, en un gran lobby donde en el medio había una escalera que daba vueltas. Tenían a dos gendarmes de guardia en la puerta y nosotros dos de guardia al lado de ellos. Se me ocurre poner varios hombres en la escalera y que a cada rato rastrillaran los fusiles. Ya entrada la noche, los gendarmes se levantaron y se fueron. Ya sus nervios no aguantaban más.

Le informo a Risquet que la misión había sido cumplida, y me ordenó que mantuviera la posición. Se mandaron hombres partidarios de Massamba a la emisora para que dieran partes de que el presidente estaba en el poder, que regresaba, que Noumazalay estaba bien y el gobierno controlaba la situación.

Durante este tiempo, se producen varios incidentes. En una ocasión regresa la gendarmería a tratar de tomar la radio. Vienen caminando por la calle de enfrente, con una tropa de unos 60 hombres armados. Teníamos puesta una barrera. Me comunico con Risquet y le digo: «Voy a parar a esos hombres», y este me ratifica que no pueden pasar. Salgo con 6 hombres, entre ellos Luis Delgado, el estomatólogo, a quien Risquet había enviado como segundo al mando, y con un sargento al que le decían Cincuenta, muy activo y dispuesto. En la barrera paro al grupo, les digo que no pueden pasar. Tenemos una discusión grande. Había mandado a los seis que venían conmigo que se tiraran al borde de la carretera con los fusiles en ristre. La ametralladora cuatro bocas estaba en la otra calle. Les había dado órdenes de que si yo hacía una seña, enfocaran la ametralladora hacia los gendarmes, pero sin tirar. Les repetía constantemente que el único que podía abrir fuego era yo, pues tenía órdenes de que no hubiera un muerto.

Un oficial de gendarmería, que venía al frente, trata de pasar la barrera, me da un empujón e inmediatamente le doy un culatazo en el pecho y le rastrillo el fusil. Él se asusta, los otros se echan para un lado, mientras la ametralladora cuatro bocas los enfoca. Ahí concluyó todo pues se retiraron.

Otro incidente ocurre cuando una columna de blindados y cerca de 20 camiones con paracomandos se acercan a la emisora por la otra carretera para tratar de entrar a la ciudad. Pongo la barrera y me sitúo en el medio de la calle con el fusil en posición de fuego, la cuatro bocas hacia arriba y mando a todos los hombres a ponerse en posición de tiro. Yo me quedo parado y le grito a la gente que no fueran a disparar. Cuando están llegando, ordeno enfilar la cuatro bocas hacia la columna. Los que venían delante en los camiones se asustan, levantan las manos y con la misma cambian de dirección y no entran en la ciudad.

Horas más tarde, los gendarmes colocaron dos ametralladoras de trípode, una en dirección a la embajada y otra hacia la emisora. Informo que están montando ese armamento y Risquet me ordena entrar en el cuartel de la gendarmería, asustarlos y eliminar ese armamento. Pregunto cómo lo hago y me responde: «Como puedas». Doy varias órdenes de ocupar las posiciones, reubicar los cañones y los otros armamentos que teníamos. Entonces, le digo al sargento al que le decíamos Cincuenta que me siga con el fusil colgado al hombro detrás de la espalda. Fuimos caminando despacito hacia la gendarmería y cuando llegamos a la puerta empiezo a preguntarles qué estaban haciendo, quién había mandado poner esas ametralladoras, y me contestan que de allá adentro, los oficiales. Le doy una patada a la primera ametralladora y la vuelco, rastrillo el fusil, y les ordeno que enfoquen la ametralladora para adentro del cuartel, y el tipo estaba tan anonadado que la viró. Inmediatamente entro y hacia mí vienen dos oficiales a los que les pregunto con qué bando estaban. Enseguida respondieron que estaban con el presidente Massamba. Les dije entonces que no se movieran de allí y que no sacaran ni un hombre ni una ametralladora más.

Tras el regreso del Congo, el gobierno cubano decide que el doctor Rodrigo Álvarez Cambras perfeccione sus estudios de ortopedia. Como ya él conocía el idioma, sale con una beca hacia Francia. Allí cursó estudios durante veinte meses en la Universidad de París, en el Hospital Cachín y en otras instituciones. Tras concluir los estudios regresa a La Habana y le dan la misión de desarrollar la ortopedia en Cuba. Lo designan director del Hospital Ortopédico Frank País.

De aquel pequeño hospital de 110 camas, hoy el Frank País, cuenta con 657 camas, 24 salones de operaciones, un hotel con 226 camas para enfermos extranjeros, un hotel de 100 camas para extranjeros que vienen a estudiar en Cuba distintas especialidades y una residencia con 100 camas para los cubanos que vienen a adiestrarse o a congresos y actividades.

Además, tiene un banco de huesos y tejidos para todo el país. Se crearon dos fábricas: una de aparatos ortopédicos y de corsés, y otra de instrumental clínico y fijadores externos. Se hizo un policlínico de atención externa y el centro de traumatología deportiva.

Hoy es uno de los hospitales más grandes de ortopedia en el mundo y de los más importantes por la infraestructura que lo soporta.

Y con aire de orgullo por el deber cumplido, el profesor Álvarez Cambras concluye: «Fue un sueño que tuve un día, y se logró gracias a que hubo una revolución socialista en Cuba».

1El 27 de abril de 1965, 40 000 marines norteamericanos invadieron la República Dominicana para aplastar un movimiento revolucionario encabezado por el coronel Francisco Caamaño Deño, que reclamaba la restitución de la Constitución de 1963 y del gobierno del presidente Juan Bosch, que había sido derrocado por un golpe militar dirigido por la CIA y el gobierno de Estados Unidos en 1963.

El primer médico cubano que llegó a Angola

El doctor Abigaíl Dambai Torres1 no quería recordar todas las vicisitudes y los pasajes de la guerra que había vivido veintiocho años atrás durante los diez largos meses que pasó en Angola.

Cuando lo llamé por primera ocasión, en noviembre de 2003, me habló con pocos deseos de mantener una conversación sobre el tema, pero continué insistiendo porque me habían hablado de su destacada historia profesional y combativa en tierras angolanas y porque, además, era la única entrevista que me faltaba para concluir este libro.

Al fin, en enero de 2004, logré que me recibiera, y cuando entré en su modesto apartamento del reparto San Agustín en Ciudad de La Habana, me enseñó una carpeta carmelita que contenía cuartillas amarillentas golpeadas por el paso del tiempo y me dijo: «Esto lo acabo de sacar de mis archivos, donde ha permanecido durante más de veinte años. Lo escribí durante mi estancia en Angola y lo ordené cuando regresé a Cuba, pero aquel conflicto me golpeó sentimentalmente y no deseaba recordarlo».

Y realmente sucedió así, pues Abigaíl resultó el único médico de los quince entrevistados que llevó un diario de campaña, y por eso todos los datos están magistralmente detallados. A veces escribía varios días seguidos; en otras ocasiones, no tenía tiempo y lo hacía al cabo de la semana, pero aún su memoria estaba fresca. Recuerda que en plena guerra se realizó en Luanda una jornada científica y presentó algunos de esos datos bajo el título de «Aspectos más importantes de los servicios médicos en un batallón de infantería en el Frente Norte entre los meses de octubre de 1975 a febrero de 1976». Como se encontraba en el primer escalón del conflicto, otro galeno leyó su trabajo en el evento que tuvo lugar en marzo de 1976, y como epílogo concluía con esta enseñanza: «En un batallón dislocado en la primera línea de combate lo primero que hay que hacer es salvar la vida del herido e inmediatamente preparar al paciente para su evacuación».

Abigaíl Dambai Torres nació en Santiago de Cuba el 4 de marzo de 1945. En esa ciudad estudió primaria, secundaria y el bachillerato hasta el tercer año, cuando se trasladó hacia la Ciudad de La Habana como becado, donde se graduó de bachiller en 1964. Regresó a Santiago de Cuba e ingresó en la Facultad de Ciencias Médicas. En ese centro hizo primer y segundo años, y posteriormente se trasladó hacia Ciudad de La Habana donde cursó tercero, cuarto, quinto y sexto. Entró a formar parte del ejército desde que en 1964 comenzó a estudiar la carrera en Santiago de Cuba, en ocasión de realizarse el primer llamado para cuadros permanentes de los servicios médicos de las FAR. Este fue el primer grupo de estudiantes militares de medicina y él finalizó la carrera en la facultad del Hospital Carlos J. Finlay.

Tras graduarse en 1971, lo ubican en el hospital de Santa Clara, antigua provincia Las Villas, para realizar el Servicio Médico Rural como jefe del Departamento de Medicina Interna. En esa ciudad estuvo durante 1971, 1972 y parte de 1973, y recuerda que fue una gran experiencia que le sirvió para enfrentarse a disímiles casos médicos que se le presentaron durante la guerra en Angola. Al concluir su trabajo en Las Villas, regresa al Finlay para hacer la especialidad de medicina interna, y cuando estaba haciendo la residencia lo llaman de la dirección de Servicios Médicos y le preguntan si estaba dispuesto a cumplir una misión internacionalista, sin indicarle dónde sería. Respondió afirmativamente y le dijeron que recogiera las cosas, que partiría al siguiente día. Como vivía en el internado del hospital militar subió las escaleras, recogió algunas pertenencias, se despidió de los compañeros y partió.

Del hospital lo llevaron a una escuela de entrenamiento militar ubicada en Ceiba del Agua, en la provincia de La Habana, donde permaneció unos pocos días. Hizo prácticas de tiro con diferentes tipos de armas, pero tampoco le informaron hacia cuál país iría, aunque todos los que allí se encontraban comprendían que por la instrucción que les daban serían enviados hacia algún frente de combate.

Abigaíl rememora que a finales de agosto de 1975, él y otros nueve compañeros partieron en un vuelo de Cubana de Aviación, en forma subrepticia y medio clandestina, desde el aeropuerto internacional José Martí en La Habana hacia Portugal. En aquel año tenía lugar en ese país europeo la llamada Revolución de los Claveles. La situación se hallaba muy tensa porque estaba a punto de desaparecer el movimiento progresista liderado por oficiales jóvenes que, cansados de la sangrienta guerra que la metrópoli realizaba contra sus colonias en África, derrocaron el 25 de abril de 1974 al régimen del primer ministro Marcello Caetano, lo que dio paso al proceso de negociación para la independencia de las colonias lusitanas en África.

En Lisboa se hospedaron en el hotel Penta y, para mayor seguridad, los cubanos andaban siempre en dúos para realizar cualquier actividad o salida del edificio. Al frente del grupo iba el comandante Romárico Sotomayor, y como guía, el comandante Jimmy Archi, que era el enlace entre Luanda y La Habana, que conocía el trayecto y los guiaba.

En ese hotel debían haber estado solo unos días, pero con los problemas existentes en Portugal, los aviones no salían o no llegaban. El vuelo hacia Luanda falló en tres ocasiones, y cuando al fin lograron viajar y llegar el 8 de septiembre a las 24:00 horas a la capital angolana, el hombre que debía esperarlos, Carlos Cadelo,2 no se encontraba en la terminal aérea. Cada uno tenía en su maleta, ropa, un par de botas rusas y una capa, y tres de ellos llevaban pistolas Makarov. La orden era que si se presentaba alguna situación imprevista en el trayecto, no podían bajo ningún concepto dejarse registrar.

Pero indiscutiblemente las cosas no habían salido como fueron planeadas. Cadelo no aparecía y él era el enlace que los conduciría hasta la casa donde se encontraba el comandante Raúl Díaz Argüelles con otros compañeros, quienes habían viajado días antes a esa nación para establecer los contactos pertinentes con el MPLA.

En el aeropuerto aún se encontraban los policías portugueses y el ambiente era bastante tenso. Los diez hombres se apartaron hacia una esquina del salón de la terminal aérea y esperaron un tiempo prudencial por Cadelo. Cuando ya quedaban muy pocas personas en el local y para no llamar la atención de la policía, decidieron alquilar dos taxis Mercedes Benz, en el que casi no cabían, y Jimmy, que se acordaba a duras penas del lugar donde se encontraba Argüelles (solo había estado allí en una ocasión), logró hallarlo.

Cuando arribaron a la recién creada Misión Militar Cubana en Angola, los recibió el comandante Díaz Argüelles junto a otros seis compañeros. En esa fecha la Misión la integraban 29 miembros, contando al jefe, y con la llegada del grupo de Abigaíl, la cifra de cubanos en Luanda llegó a 39. Narra Abigaíl que, al verlos llegar, Argüelles dijo: «Ahora sí ganamos la guerra», y él pensó: «Esto sí es al duro, esta no es una simple misión médica». Los días posteriores le darían completamente la razón.

¿Ya usted sabía que iba para Angola?

Claro, en Portugal, cuando reviso el pasaporte, veo que dice Luanda. A partir del 8 de septiembre empieza mi trabajo. A los pocos días fui destinado, junto a otros cuatro compañeros de este grupo, a la región de N’Dalatando, a 40 kilómetros de Luanda. Al frente del grupo fue el comandante Romárico Sotomayor. En N’Dalatando se estaban creando las condiciones para un Centro de Instrucción Revolucionaria (CIR) y nosotros íbamos como instructores. Comencé a crear las bases para instalar un puesto médico que atendería a los alumnos de la futura escuela.

Varias semanas después, en el mes de octubre, llegó el resto de los instructores cubanos que faltaban por incorporarse a ese CIR.

El grupo médico de esa escuela lo integraban el doctor Pedro Luis Pedroso como cirujano, un anestesista (que ya murió) y yo como jefe. Cuando Pedroso llega, ya yo tengo muchas cosas adelantadas.

¿Estuvo mucho tiempo en N’Dalatando?

No. Esta estancia duró muy poco, porque tras el arribo del personal cubano, se me plantea, el 18 de octubre, la misión de ir como jefe de Servicios Médicos de un batallón de infantería angolano que estaría ubicado entre la altura de Morro de Cal y el poblado de Quifangondo. Aquí es donde ya Pedroso y yo nos separamos y nunca más lo vi en el tiempo que estuve en Angola.

Salgo de donde me encontraba junto con el jefe del batallón, el comandante Vega (le decíamos El Colorado), que había peleado en la Sierra Maestra. También me separo del comandante Romárico Sotomayor. Esto fue una dinámica muy rápida, porque el enemigo venía avanzando con dos o tres batallones motorizados reforzados con artillería de cañones. La idea de Holden Roberto, el jefe del FNLA, era entrar a Luanda antes de la fecha de independencia que estaba prevista para el 11 de noviembre de 1975.

A la zona donde nos instalamos, entre Morro de Cal y Quifangondo, le llamaban La Pollera. En aquella región las condiciones no eran muy buenas y confronté algunas dificultades para lograr la ubicación del puesto médico. El jefe se reunió conmigo y me planteó que la misión asignada a esa unidad militar era la de detener por esa zona el avance del enemigo, y mi tarea específica era dar aseguramiento médico al batallón de infantería al que se le habían agregado otros dos pelotones de infantería y uno de artillería, los que pasarían a la ofensiva a las 5:00 horas del 23 de octubre.

Hice el reconocimiento en el mapa y en el terreno, y logré encontrar un lugar que por su enmascaramiento, vías de comunicación y distancia del Frente de guerra y del resto de las tropas y medios era el que mejores condiciones tenía. Allí se dislocó el cuerpo sanitario después de consultar con los jefes de batallón y de retaguardia.

Exactamente, a las 5:00 horas del 23 de octubre de 1975 comienza el ataque con los primeros disparos de artillería de largo alcance, y como a la hora empezamos a sentir el fuego de respuesta artillera del enemigo.

El primer herido llegó a las 6:50 horas y se trataba de un combatiente angolano con heridas profundas en tórax, abdomen y miembros superiores por esquirlas de fragmentación de morteros.

¿El enemigo respondió con fuerza el ataque?

La realidad fue que nos lanzaron un «aguacero» de granadas, morteros, balas de cañones 130 y 140 mm. Eso fue terrible. Esto, como dije, sucede en el lugar conocido como La Pollera, que resultó la primera zona de combate. Le realicé al herido el tratamiento que correspondía y lo preparé rápidamente para su evacuación. No presentaba elementos clínicos que hicieran pensar en situación de peligro para su vida.

A los quince minutos nos llega otro angolano con una herida por proyectil de arma de fuego en el muslo derecho, cara externa con entrada y sin salida. No tenía sangramiento importante ni fractura aparente. Al momento llega otro con herida de arma de fuego en el tórax sin compromiso respiratorio. Posteriormente, recibo tres con múltiples heridas por fragmentación de granadas de morteros. Todos fueron evacuados en ambulancias de las FAPLA que estaban a nuestra disposición.

Cuando se me plantea esta misión por parte del jefe, se me entrega por escrito que debo extraer del puesto médico medicamentos para dos meses aproximadamente, y por iniciativa propia solo saqué fármacos para tiempo de guerra. Es decir, no disloqué el puesto médico, sino una quinta parte de los medios que tenía, pues si no sabía cómo se iba a presentar el futuro, no se podían extraer todos los huacales de medicamentos porque después cómo los recuperas y te los llevas. Estuve claro porque después usted verá lo que pasó.

¿Continuó recibiendo heridos?

Esa mañana también recibí tres heridos, todos con politraumas por caídas. Luego me enteré que fueron heridos dos cubanos, entre ellos Vega, el jefe de batallón, un hombre muy valiente que estaba en el primer escalón del Frente. A Vega lo rozó una bala de ametralladora 50 en el hombro derecho y por suerte solo le llevó el deltoides. Si el proyectil se desvía un poquito nada más lo hubiera matado o cuando menos le hubiera arrancado el brazo. El otro era el ingeniero zapador, herido por fragmentación de granada de mortero con lesiones en tórax y región lumbar. Fueron trasladados directamente hacia el hospital de Luanda, porque llevarlos al puesto médico donde me encontraba no tenía ninguna lógica.

Tras cuatro horas de combate y cuando me encontraba atendiendo a los heridos y su evacuación, se me acerca, muy alarmado, el sanitario cubano y me dice que los proyectiles enemigos estaban cayendo en el patio del puesto médico. Al poco tiempo se presenta el jefe de retaguardia con un camión Zil-131 y me plantea que era necesario y urgente que me preparara para la evacuación.

Rápidamente, preparo los medios porque lo que nos estaba cayendo arriba era una granizada de metralla. El enemigo venía bien preparado y nosotros no disponíamos de la fuerza y los medios para detenerlos, pero no nos derrotaron, por supuesto. La fuerza principal del batallón era de angolanos con fusiles M-52 de fabricación checa, con poca experiencia militar, pues apenas habían podido pasar la escuela de entrenamiento. Los cubanos éramos los instructores, y comparando la fuerza del enemigo y sus armas pesadas, la lucha se presentaba de león a mono.

El jefe de retaguardia me dice que evacue urgente, pues casi todo el batallón ya lo había hecho. Él se atrinchera en un hueco frente al puesto médico y, con la ayuda de sus binoculares, me va dando la información que observa en derredor, mientras yo, con un sanitario cubano y dos angolanos, comienzo la evacuación, pues no quería que se quedara ni una pastilla de aspirina. Por suerte, no había dislocado los medicamentos, porque no sabía la dinámica de la situación que presentaríamos. Comenzamos a cargar los huacales con los proyectiles de morteros cayéndonos cerca. No tenía oído para diferenciar el peligro y continué mi trabajo, sin miedo. El sanitario cubano junto a un angolano estaban en la cama del camión recibiendo los paquetes y yo con otro sanitario angolano se los alcanzábamos. Cuando concluimos de subir los medicamentos, cierran la puerta lateral de la cama del camión y yo voy a buscar el fusil que tenía dentro del puesto. Entonces, el chofer del camión, un angolano, como ve que los obuses caían tan cerca, arranca el vehículo y sale a toda velocidad.

¿Cuál fue su reacción?

El jefe de retaguardia me dice que me tire al suelo y me arrastre hasta donde se encontraba. Me explicó que teníamos que esperar en ese lugar hasta que el enemigo trasladara el fuego, porque le estaban tirando a una batería de morteros que estaba a solo 250 metros de nosotros. Como a los veinte minutos salimos arrastrándonos, corriendo «a gatas» en zigzag por espacio de un kilómetro, donde se había concentrado la jefatura del batallón, que también estaban preocupados porque el médico no aparecía y habían visto pasar el camión con los medicamentos. Posteriormente, me informaron que el puesto médico había sido bombardeado y destruido completamente.

¿Cuál fue la decisión del mando?

Evacuamos hacia el poblado de Quifangondo, a unos 10 kilómetros de La Pollera. Se estableció una defensa y el puesto médico se situó a una distancia de 5 kilómetros de profundidad, debido a la experiencia anterior.

Ese día en horas de la tarde, en la zona de Cacuaco, el enemigo fue detenido. Fíjese que los enfrentamientos comenzaron a las 5:00 de la mañana y eran las 5:00 de la tarde y aún estábamos combatiendo.

Nosotros estábamos retrocediendo porque no podíamos contra el enemigo, y el jefe de operaciones, Oviedo, decide volar con dinamita el puente de Quifangondo, y cuando el enemigo ve la explosión y no tiene por donde seguir, comete el error de detenerse y no continuar la ofensiva.

Ellos se concentran en la famosa Pollera, que fue el lugar donde nos hallábamos con anterioridad. Los 25 cubanos que nos encontrábamos en el lugar nos ponemos a pensar qué hacer.

Pero entonces comienza una guerra de cañones por ambas partes. No es hasta el día 6 de noviembre que un angolano muere en estos bombardeos cuando sale del refugio.

¿Qué tiempo duró esta situación?

El enemigo, como te expliqué anteriormente, comete la estupidez de detener la ofensiva y da tiempo a que llegue el refuerzo de las Tropas Especiales cubanas con los BM-21 (lanzacohetes múltiples). Esto sucede el 10 de noviembre, cuando son atacadas las fuerzas del FNLA y de Zaire concentradas en La Pollera, y lo que le pusieron fue un vendaval. Ellos comienzan a huir y ahí se puede afirmar que perdieron la guerra. Fue una desmoralización total. El jefe me prestaba los binoculares y veía a algunos camiones que lograban salir y heridos tratando de agarrarse al vehículo. Por nuestra parte, no tuvimos ninguna baja, pues las tropas de infantería no entraron en combate. Esta fue la famosa batalla de Quifangondo.

Se afirma que este fue un golpe mortal al enemigo, ¿pudo usted comprobarlo?

Cuando al cabo de los días fui al lugar, porque nuestra tropa debía pasar por allí para continuar la ofensiva hasta Zaire y era necesario que yo como médico limpiara la zona, lo que encontré fue un verdadero cementerio. Era horrible el panorama; la cantidad de muertos inflados, flotando sobre el río. Me tocó la misión de darle candela a toda la zona porque si no la tropa no podía pasar por allí.

El FNLA reveló, oficialmente, que la cifra de muertos por parte de ellos ascendía a 345, sin contar a los zairenses.3

¿Cómo atendían a los politraumatizados?

En forma rústica, eso era guerrilla. El sanitario y yo, sin recursos, pues se estaban acabando hasta las vendas, les poníamos tablillas, pedazos de palo…, lo que apareciera. Yo no soy ortopédico, pero tenía las nociones necesarias. Debo aclararle que toda esta situación ocurre en la primera quinta parte del recorrido y aún nos faltaban las otras cuatro quintas partes, hasta el destino final.

Reiniciamos la marcha y el día 20, a las 10:30 horas, un camión Gaz-67 cargado de tropas y con granadas de morteros (por la misma situación del déficit de transporte se hacían estas cosas, es decir, llevar juntos a hombres y explosivos) cae en una mina antitanque y explota el tanque de gasolina. Aquí tuvimos 16 heridos, entre los cuales había quemados graves (uno murió en el acto), politraumatizados, miembros fracturados o cercenados. Por eso le decía que estos papeles y apuntes de aquella guerra ni los toco, porque yo los leo ahora, y el que oye lo asimila como una novela, una película. Pero yo lo viví y el protagonista era yo, que tenía que resolver esas problemáticas, pues no tenía en esos momentos un equipo integrado por cirujano, ortopédico, especialista en quemados.

A los afectados se les veían los huesos fracturados que quedaban expuestos; un pie que le faltaba un pedazo; una pierna que quedaba colgando solo de la piel. A todos los atendí con mucha dificultad, pues era al aire libre, en la tierra y bajo la influencia del fuerte sol de África. Muchos combatientes cooperaron, pues me veían prácticamente solo y me ofrecían su ayuda, que siempre venía bien. Yo no he oído que otro médico en Angola se haya visto en esas circunstancias. Como lasituación era grave, se desocupó otro camión, y tras darles los primeros auxilios, todos los heridos fueron trasladados hacia el hospital más cercano.

Prácticamente, no tenía usted descanso…

Cierto, ese mismo día 20, a las 17:30 horas, me llaman por radio desde la extrema vanguardia de la columna de marcha. Para hacerlo tenía que salirme del camino, porque los camiones estaban en la carretera y transitar por el borde, por donde estaban las minas. Tenía que jugármela. Los carros se apartaron un poco para dejarme pasar, pero en ese camino no se sabía qué podía pasar.

La situación en la vanguardia era que otro camión había explotado al tocar una mina, incidente que dejó muchos heridos graves. Además, los enemigos emboscados disparaban contra los vehículos y me impedían llegar con rapidez. En esta ocasión, trasladé los medios al jeep del jefe de retaguardia y lo convertimosen un transporte sanitario. Como yo estaba tan ocupado en mi trabajo, no tenía la menor idea del peligro existente y no me daba por pensar que me fueran a herir.

El lugar era inhóspito, en la selva, en el trayecto que conduce hacia la ciudad de Carmona. En este accidente atendí soldados con amputaciones traumáticas de mano, de miembros inferiores, fracturas de tibia y peroné, traumas y fracturas de cráneo, traumas oculares, etcétera. Les realicé el tratamiento con profilaxis del shock, con muchas dificultades, sin sueros, colocados en la tierra y, además, rápidamente comenzó a hacerse de noche, por lo que para continuar la atención tuve que auxiliarme de las luces de los camiones.

¿En esta vorágine de trabajo le dio tiempo a atender a la población civil?

En Mama Rosa trabajamos en la construcción de escuelas rústicas para los combatientes, y comenzamos a atender a la población. Allí las principales enfermedades eran paludismo, anemia, desnutrición y parasitismo. A los pacientes les facilitaba las medicinas que tenía, como cloroquina, primaquina, aspirinas y algunos antibióticos. Pero realmente era muy poco lo que podía hacer y prácticamente la atención principal era a los combatientes por la misma intensidad de la guerra.

Estando en Mama Rosa, y cuando ya había pasado la mayor tensión, comienzo a presentar hipertensión arterial. En mayo me remiten a Luanda, donde me hacen un chequeo, pero al cuarto día solicito irme nuevamente para el frente con mis compañeros.

¿Su estancia en Angola la finalizó en el frente?

No. Poco tiempo después de regresar a Mama Rosa, el comandante Samuel Rodiles (hoy general), en ese entonces segundo jefe de retaguardia de la Misión Militar Cubana en Angola, realizó un recorrido por la zona. Habló conmigo y me explicó que el clínico cubano en el hospital de Luanda estaba solo con una gran carga de trabajo, por lo cual sería conveniente que yo fuera a ayudarlo. Ya yo tenía poco trabajo, pues había concluido la guerra y, además, teniendo en cuenta la labor que había realizado durante la ofensiva, deciden enviarme para la capital. Sinceramente no se sabía qué era mejor, pues en el hospital de Luanda tenía que ver a más de cien pacientes en un día, y en el frente yo estaba más tranquilo y junto a mi gente, con los que hice toda la guerra.

¿Qué tiempo permaneció en la capital angolana?

En Luanda estuve hasta el mes de julio, cuando se comienza a renovar la tropa. A los primeros que llegamos a Angola nos dieron como cumplida la misión. En mi caso, con solo diez meses de permanencia en el conflicto, me entregaron la medalla de Combatiente Internacionalista de Primera Clase, el diploma firmado por el Comandante en Jefe y un reloj Seiko que aún lo uso y siempre me acompaña.

¿Por qué vía regresaron?

De Luanda salimos en el mes de julio en los barcos cubanos: Las Villas y el 30 de Noviembre, ambos cargados con tropas y material bélico. Hicimos escala en Punta Negra, en el Congo Brazzaville, y continuamos viaje hacia Cuba en un trayecto que duró aproximadamente veinte días. Entramos por el puerto de La Habana y fuimos hacia la fortaleza de La Cabaña, donde nos hicieron el chequeo médico. Durante esos diez meses bajé más de 20 libras, y a mi regreso los pantalones que usaba con anterioridad no me servían de cintura.

¿Qué hizo después?

Disfruté unas vacaciones y posteriormente me incorporé al Hospital Carlos J. Finlay para concluir la especialidad de medicina interna. Seguidamente, la dirección de Servicios Médicos de las FAR me ofreció la oportunidad de pasar la especialidad de endocrinología y me trasladé hacia al Instituto Nacional de Endocrinología, que radica en el Hospital Piti Fajardo de Ciudad de La Habana, donde permanecí dos años y medio.

Al concluir me ubicaron como jefe de esa especialidad en el Hospital Naval Luis Díaz Soto, hasta que me jubilé en el año 2000 con el grado de teniente coronel. Fui el primer especialista de endocrinología de las FAR, especialista de segundo grado y profesor auxiliar.

 

 1 El teniente coronel retirado, doctor Abigaíl Dambai Torres falleció por un cáncer de próstata, el 10 de agosto de 2004, a solo siete meses de haberlo entrevistado.

2Funcionario a cargo de Angola en el Comité Central del Partido.

3 Ortiz, José M.: Angola, un abril como Girón, Editora Política, La Habana, 1980, p. 51.

Entrevistas tomadas de:

López Blanch, Hedelberto: Historias secretas de médicos cubanos, Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2005.

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