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¡Maestro, hemos cumplido!

19 dic. 2018
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Todo convida esta mañana al recuerdo y a la devota gratitud a los padres fundadores de nuestra Patria.

En esta mañana en que se cumple el aniversario 165 de su nacimiento, no lejos de aquí, en la calle de Paula, evocamos a José Martí en el acto de su supremo sacrificio por la causa que escogió como una motivación para su vida.

La obra de la insigne artista norteamericana Anna Hyatt Huntington lo evoca. Obra de una feminidad y de un sentido estético y técnico superior, la escultura marcó en la vida de la gran artista un momento excepcional. A sus 82 años acogió el proyecto, quizás pensando que en el Parque Central de Nueva York, entre las hermosas esculturas del Libertador Simón Bolívar y del Protector de los pueblos del Sur, José de San Martín, faltaba una pieza fundamental en el discurso de nuestra América: la figura de Martí.

Muchos se preguntan, ante esa escultura que develamos hoy, si fue o no un jinete y un soldado. En realidad, desde su primera carta, escrita a su madre, desde Hanábana, donde se hallaba junto a su padre, designado allí celador o custodio de aquellos grandes terrenos próximos a la Ciénaga de Zapata, habla de que engorda y cuida a su caballo. Y luego, a lo largo de su vida peregrina por el continente americano y en su breve estadía final en Cuba, será, sin lugar a duda, un jinete.

Es el corcel blanco que le traen en nombre del Mayor General José Maceo, para que lo luzca en la revolución, y la imagen del espanto de la bestia ante el fuego que recibe de frente y de costado, y la del Maestro de cuya mano se desprende, como en el inmortal cuadro de Carlos Enríquez, el arma que quizás nunca utilizó. Hay serenidad en su rostro, hay hermosura en el conjunto en que la bestia pisotea hierbas y lirios, quizás evocando aquellas palabras que siempre consideré la íntima premonición de su sacrificio: «Mi verso crecerá bajo la hierba y yo también creceré». Es la escena del 19 de mayo de 1895.

Pero hoy precisamente no nos de­tenemos a contemplar la muerte que él consideró como un acto necesario. «No es verdad —dijo— cuando se ha cumplido bien la obra de la vida» o cuando ella —como también afirmó— se constituye en un carro de gloria. No venimos hoy con tristeza y apocamiento ante su monumento. Pensamos en todas las coincidencias que el bello amanecer de hoy supone para los cubanos y para todos aquellos que en el mundo reverencian, aman y quieren a su Patria, Cuba.

Aniversario 165 de su nacimiento en Paula; aniversario 165 de que fuera llevado, aquí cerca, a la iglesia castrense del Ángel para ser bautizado en la misma pila que el presbítero Félix Varela; coincidencia de que en el mismo sitio otros próceres también se reunieron y descansan en esa loma algunas de las más importantes leyendas de La Habana, la ciudad que le vio nacer.

Es el aniversario 150 que conmemoraremos este año y celebraremos, del inicio de la guerra de liberación, la guerra emancipadora por la abolición de la esclavitud y por la independencia absoluta.

Es también el aniversario 60 de la victoria de la Revolución Cubana que conmemoraremos el próximo año. Y todo ello incluido en el aniversario 500 de La Habana, medio milenio de la ciudad que fue testigo y protagonista de algunos de los acontecimientos más notables de la historia de Cuba y América.

Es por eso que al colocar su monumento hoy, el mismo que hace 22 años hemos tenazmente tratado de traer a Cuba, debemos recordar, como se ha hecho, a la ilustre amiga y colega Holly Block, la cual prestó su nombre y su institución, el Museo del Bronx, como plataforma necesaria para que Cuba pudiera recaudar los fondos indispensables para el modelado y fundición de la escultura. Fue también el tiempo necesario para que el desarrollo tecnológico permitiera no tener que tocar la escultura original, cosa que no era permitida por la ley, sino para poderlo hacer exactamente igual y con idéntica perfección, como en la antigua técnica de la cera perdida.

Fue el Museo del Bronx, fue Holly Block, con quien me entrevisté en horas de tristeza, cuando ella y yo estábamos atacados por súbita enfermedad; ella no pudo sobrevivir. Hoy en su nombre, también agradezco a ese centenar de donantes, entre los cuales, instituciones y personas lo hicieron desde una modesta contribución hasta la mayor, sin que falte la generosa filántropa mexicana que siempre ha querido que su nombre permanezca en la sombra y que contribuyó desinteresadamente para que este acto fuera posible.

Me alegra extraordinariamente que podamos los habaneros disfrutar hoy de una obra tan bella y tan poéticamente inspirada. Los Huntington regalaron a La Habana, antes, un bello conjunto escultórico que aparece en la calle de Luis Ayestarán y 20 de Mayo: Los portadores de la Antorcha. Quizás en ese monumento, cuya reproducción está en distintos lugares del mundo, ellos quisieron anunciar el alumbramiento de esta mañana, en que portando esa misma antorcha en la noche de ayer, miles de jóvenes cubanos descendían de la colina universitaria para rendir hermoso tributo al Maestro, al Apóstol, como le llamó Fidel, conmovidamente, cuando en su defensa afirma, protesta y señala: «¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!».

Fue el título conferido por los humildes trabajadores de Nueva York, título similar al que llevan los próceres del continente. ¿Quién podrá quitar ese manto de estrellas de los hombros del Libertador Simón Bolívar, del Protector José de San Martín, del grande Benito Juárez, Benemérito de las Américas? Él fue el Apóstol, título solamente compartido con el héroe de la independencia de Puerto Rico, muerto en plena ocupación y con la tristeza infinita de no ver a su Patria libre, Ramón Emeterio Betances, el apóstol de aquella libertad inconclusa.

Hoy, cuando nos reunimos en esta plaza, vemos al fondo el bello monumento del General Máximo Gómez, el mismo que el día 15 de abril, descendiendo a la cañada con dos generales del Ejército Libertador, acercándose a Martí que se había quedado mohíno y entristecido, pensando que había algo secreto que tratar, y no se podía compartir con él, porque no tenía la condición militar, le dice que además de reconocer en él al delegado electo del Partido Revolucionario, le crea Mayor General del Ejército Libertador de Cuba.

Ese es el Martí que contemplamos hoy sobre la montura. El hombre que se desploma del caballo es el Mayor General del Ejército Libertador, José Martí Pérez, y es también el delegado electo del Partido de la unidad de los cubanos, el Partido Revolucionario, constituido dentro y fuera de Cuba, por la independencia de Cuba y por la de Puerto Rico. Para lograrlo, debió vivir 15 años en Estados Unidos, largo exilio, en el cual conoció, al llegar en enero de 1880, el pujante desarrollo de la Babel de Hierro. La inmensa ciudad nacía con el esplendor de sus casas, de sus monumentos, con el fenómeno de la luz eléctrica y del telégrafo, y con las grandes figuras que él evocará en sus cuadernos norteamericanos.

Será y es por siempre un hombre de la cultura, al mismo tiempo que un político, un humanista, un orador, un maestro. Es por eso que allí, en el seno de la ciudad de Nueva York, no pierde las conferencias exquisitas de Oscar Wilde; posa para su único retrato que conservará en su despacho de Front Street, realizado por el pintor sueco Hermann Norman, allí donde como único adorno estaban el retrato de su padre y las palmas de un artista de Cuba que quizás le evocaron siempre su íntimo deseo: morir en Cuba, al pie de una palma, luchando por su libertad.

Tras desembarcar en Cuba aquel 11 de abril de 1895, había dejado de existir brevemente, después del fracaso de la ex­pedición largamente preparada, José Martí, para encarnar al otro personaje, ­­­a Orestes, su nombre críptico. Había viajado antes a Santo Domingo a encontrarse con Gómez y juntos viajan a la isla de Gran Inagua, logra conmover el corazón de un marino que les roba el dinero, sin conducirles a la amada Cuba. Otro, sin embargo, alemán de nacionalidad, a bordo de un buque frutero nombrado Nordstrand, acepta llevarlos; no habría sido posible sin que el cónsul de Haití les diera una identidad haitiana, y les diera a cada uno de ellos, al Mayor General Máximo Gómez, a José Martí, a Paquito Borrero, a César Salas, a Ángel Guerra y a Marcos del Rosario, sendas identidades haitianas, para poder subir al buque, aparentemente desarmados.

Luego, la noche oscura, la tempestad, el bote al agua y la palabra en el diario: Capitán conmovido. Ya sobre el bote Gómez comenta cuán riesgoso resulta el momento en que un bote pequeño se aparta del lado de una nave grande. Se pierde el timón en medio de la lluvia y, finalmente, la luna se abre sobre las altas montañas de Oriente, sobre las tierras promisorias de Guantánamo y una pequeña playita en un sitio llamado Cajobabo será el lugar a donde los lleve el destino. Trescientos noventa y dos kilómetros andarán a pie y a caballo hasta llegar al lugar en que en un triángulo casi perfecto, se encuentran los ríos caudalosos de Oriente, el Cauto y el Contramaestre. ¡Oh Cauto, Cauto, qué tiempo hace que no te veía!, dice el General Gómez emocionado. Y preparados para la batalla inesperadamente planteada, Martí no acepta el desafío de quedarse atrás, porque ese no era su lugar.

En medio del bosque desciende por el vado de Santa Úrsula, con las aguas crecidas de mayo y sube al teatro de la muerte; un joven maestro de Holguín le acompaña, el nombre es simbólico, Ángel de la Guardia, un ángel que no pudo cuidarlo, que no pudo salvarlo del desafío inesperado y terrible.

Y, por último, sobre el suelo ensangrentado, a la vista del dagame —que da la flor más amada de las abejas—, a la vista de un anoncillo y un fustete, cae, vestido inusualmente, roto el corazón, rotos los labios de los cuales habían surgido versos y palabras que conmovieron a los corazones más endurecidos.

Autor de la unidad para regresar, no pudo verla concluida. Por eso hoy, cuando nos acercamos a tu monumento, rendimos culto a aquellos que hicieron posible que tus ideas prevalecieran más allá de la muerte; a las legiones que sufrieron y padecieron buscando un camino para Cuba, para esta Cuba actual, para la cual luchamos. Ahora, en esta explanada veo al fondo, delante de ti al pueblo cubano convertido en mármol levantando el escudo y los símbolos patrios, y sobre lo alto del esbelto monumento, el General Gómez, al que ofreciste un día comandar el Ejército Libertador de Cuba, cuando nada tenías que ofrecerle, más que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres. No ha sido así. Te agradecemos, ilustre dominicano, por haber conducido nuestro ejército en días afanosos y duros. Te agradecemos, Maestro y Apóstol, por tu vida breve y generosa. No has muerto, vives en nuestros corazones.

Para los cubanos de la emigración patriótica, para el pueblo que nos escucha, para el noble pueblo norteamericano, para el gentil y amigo Alcalde de la ciudad de Nueva York, a la memoria de Holly Block que honraremos hoy y también a Leanne Mella que llevó adelante el proyecto, siendo representación de Cuba; a nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores, particularmente a nuestras Misiones ante Naciones Unidas y ante el Estado norteamericano, que con enorme esfuerzo llevaron adelante todo lo que fue necesario, para abrirnos un camino que significó viajes en invierno y en verano, prédicas para buscar, uno a uno, el centavo necesario para que se convirtiera en bronce para siempre tu imagen.

¡Maestro, hemos cumplido! Cuba te agradece, el pueblo cubano todo deposita ante ti una ofrenda de flores, y estos signos y estos trenos recuerdan que tu sacrificio no fue inútil.

La bandera nacional flota en lo alto del asta estrellada. No hemos seguido la práctica habitual, renunciando un poco a la tradición de arrebatar un velo, ¡sería inmenso! Hemos preferido que sea la bandera la que ondee sobre el cielo azul de Cuba cuando aún el sol no ha tocado nuestros ojos y se ha levantado por las tierras de Oriente, esas tierras que por primera vez viste, después que regresaste a Cuba.

¡Bendito seas, Maestro!

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