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La encrucijada haitiana

21 mar. 2024
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Haití volvió a titulares en las últimas dos semanas por un crecimiento extremo de la violencia, el ultimátum de bandas militares que exigían la salida el primer ministro o guerra civil, y una cumbre de emergencia con actores internacionales para dar solución a la crisis. Dos acuerdos sirvieron de punto de partida para intentar revertir la dramática situación sociopolítica que ha desembocado en terror para los haitianos: la renuncia del premier haitiano Ariel Henry y la creación de un consejo presidencial de transición que dé paso a elecciones.

La renuncia de Ariel Henry era necesaria, no porque fuera una exigencia de las pandillas, sino porque mucho antes que estas bandas amenazara con que «o se va el primer ministro o iniciaremos una guerra civil», con el genocidio que ello implicaría, los haitianos de a pie, los que más duro la están pasando, ya habían decidido que tampoco querían que Henry siguiera aferrado a un poder que era transitorio.

Transitorio porque asumió de manera interina por otra situación de violencia —el asesinato del entonces presidente Jovenel Moïse— y debía haber convocado a elecciones para devolver la institucionalidad al país y no lo hizo. Claro que, quitar un personaje no es una solución mágica. La historia de inestabilidad política de Haití lo demuestra, porque muchas figuras de gobierno han caído: por golpe de estado, renuncia y hasta asesinato, y la cosa va a peor.

La otra solución, la de gobierno de transición unido a misión multinacional de seguridad tampoco es una estrategia nueva. Por Haití han desfilado todo tipo de militares extranjeros y la tranquilidad ciudadana sigue siendo un espejismo. Y la transición es casi que un estado permanente entre tanta élite política que solo piensa en sus negocios particulares y poco en gobernar para la gente.

Entonces se trata de parches que ponen pausa endeble a una crisis con causas históricas en su pasado colonial de esclavitud, en sus luchas por liberarse, en su nacimiento como estado independiente que después tuvo otros capítulos de intervenciones extranjeras, injerencias políticas y muchísimo sometimiento económico que nació con la llamada deuda de la independencia, la gran suma que Francia exigió a cambio de reconocer la soberanía haitiana y que terminó en más préstamos de otros acreedores para pagar intereses extorsivos y empobrecer a la nación.

Una situación política realmente compleja que viene a combinarse con factores naturales por los recurrentes terremotos o ciclones con consecuencias devastadoras en una especie de tormenta perfecta. Por lo que querer imponer seguridad donde lo que abunda es la miseria dura y pura desde hace décadas es un esfuerzo fallido.

Cuando se habla de atender causas estructurales, se habla de que primero hay que atender las urgencias de una población que malvive y sacarla de la marginalidad generalizada, de la mano entonces de la búsqueda de la paz en la calles. Y cuando vamos a la práctica, eso no sucede. Por ejemplo, Estados Unidos se comprometió ahora a dar 300 millones de dólares para apoyar los policías extranjeros que vengan a poner orden y poco más de 30 millones para asuntos humanitarios. Unos 300 millones para armas contra 30 millones para pan, una ecuación desleal que pone al descubierto los intereses norteamericanos en el área.

Por los tiempos de los tiempos Washington es quien corta el pastel cuando de Haití se trata. Caricom convocó a los líderes del área para abordar la crisis, pero el secretario estadounidense, Antony Blinken fue el gran protagonista allí. Ariel Herny duró tanto en medio de tanto rechazo interno porque estaba avalado por el tutor norteamericano. Y renunció cuando le dijeron que renunciara. Incluso, le ofrecieron cobijo en Estados Unidos porque en Haití le espera un asesinato seguro.

Estados Unidos se muestra actor dialogante y figura de apoyo para resolver la situación interna de Haití, pero no duda en azotar a los haitianos que llegan desesperados hasta su frontera, desconocerlos como sujetos con derechos, expulsarlos o en el mejor de los casos, aglomerarlos en la base naval que ocupan ilegalmente en territorio cubano hasta que sepan qué hacer con ellos, que es la más reciente iniciativa que evalúan ante el desbordamiento migratorio.

Desde hace décadas los haitianos saben de este tutelaje que funciona al mejor estilo colonial y han pedido resolver sus problemas sin injerencias. Sin embargo, no lo logran porque el caos parece un ser vivo que se alimenta permanente para que a los ojos del mundo Haití se vea como un país incapaz de salir por sí mismo de su propia crisis.

Si uno se pregunta: ¿quién mató al presidente Moïse? O se pregunta ¿cómo las pandillas haitianas pasaron de 200 bandas aisladas dedicadas a la extorsión y el secuestro para tener dinero a una organización unificada con una misión política común y un líder visible, así como un nivel de armamento sofisticado de la noche a la mañana? Hay manos externas ahí, indudablemente.

Fueron mercenarios los que mataron Moïse: colombianos bien conectados con contratistas privadas estadounidenses. Las armas de alias Barbecue, el que se convirtiera en pandillero jefe más mediático, y las de sus secuaces vinieron de viejos conocidos paramilitares igualmente conectados con quienes más y mejores armas tienen y donde se obtienen más fácilmente.

Pandillas que, más que delincuentes comunes, funcionan como ejércitos privados al margen de la ley, que nacen en complicidad con partidos políticos o grupos económicos y son los brazos siniestros de un poder a golpe de sangre y terror. Como en otros muchos casos anteriores de la historia, a veces traicionan a quienes debían responder o cobran tanta fuerza e impunidad, que son difíciles de parar.

Pandillas que cobraron protagonismo cuando los haitianos comenzaron a salir a las calles espontáneamente hastiados de medidas económicas que respondían más a exigencias del Fondo Monetario Internacional que a las necesidades propias. En el pasado quedaron las masivas manifestaciones haitianas que fueron parte del levantamiento latinoamericano efecto contagio por medidas neoliberales muy parecidas, porque las calles comenzaron a ser inseguras y antes que protestar por el alto precio del combustible se hizo necesario encerrarse en casa por miedo a la desbordante criminalidad.

Criminales que antes fueron fuerzas del orden, que sabían cómo tener acceso a una casa presidencial o asaltar la prisión más importante del país y liberar a tres mil reos. Militares sin uniforme y sin ley que se volvieron más fuertes y autónomos y que lejos de recibir órdenes, ahora las dan, en espera de alianzas más ventajosas y jugosas que un mero asesinato por encargo.

Ahí es donde la inacción hace que luego las consecuencias sean implacables. No puede haber reunión de emergencia cuando el derramamiento de sangre es extremo. Hay que frenar los fenómenos a tiempo. Por lo pronto, elegir los miembros del consejo presidencial de transición está siendo difícil por las pugnas internas. De siete integrantes con derecho a voto y dos observadores, solo ha habido medio consenso en elegir a uno. Y en tanto no haya un órgano de gobernanza al que rendirle cuentas, es difícil que aterrice de inmediato la fuerza multinacional externa, los mil policías que Kenia se comprometió a aportar con la venia de Naciones Unidas.

Los ya apertrechados criminales siguen dominando el escenario, sin interés político, dicen, pero incidiendo en política, y con un gran discurso nacionalista, pero sin amor por la vida de sus connacionales, porque hablan de matar sin que le tiemble la voz. Un escenario caótico en un país sin institucionalidad funcional desde hace años, con falta de liderazgo comprometido y una ayuda internacional insuficiente, enfocada en buscar seguridad donde lo que se necesita es recomponer un tejido social roto.
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