Contrapunteo

El difícil camino del consenso revolucionario

20 nov. 2023
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Aunque no soy de los que prefiere la lectura en soporte digital, debo confesarles que cuando comencé a leer Entre la carta y el asalto (Ediciones La Luz y Ediciones Imagen Contemporánea, 2021) no pude apartarme del celular hasta concluirlo. Ya había leído varios artículos del joven historiador santiaguero y conocía sus investigaciones acerca del periodo insurreccional cubano previo a 1959, así como sus específicas indagaciones sobre el Directorio Revolucionario.

Motivado por sus novedosas revelaciones, busqué un título anterior del autor, Directorio Revolucionario y Movimiento 26 de Julio. Los laberintos de la unidad en la Cuba insurrecta (1956-1959) (Ediciones Unión, 2019; Premio Ensayo de la UNEAC, 2017). Deseoso por conversar con él sobre estos temas, le propuse una entrevista. Frank Josué Solar Cabrales alterna su tiempo entre sus obligaciones como Historiador de la Universidad de Oriente, la Cátedra Fidel Castro de la propia institución y las diversas investigaciones en las que se halla inmerso. En un descanso de su apretada agenda, nos dispusimos a conversar. Siete preguntas sirvieron de pie forzado para una verdadera clase de historia con elementos de los que muchas veces no aparecen en los libros.  

¿Cuál era el ecosistema político de Cuba en 1952 y 1953? ¿Dónde se ubicaban los jóvenes que integrarían el Movimiento 26 de Julio en términos de radicalidad?

La de los asaltantes al Moncada no fue la primera organización insurreccional antibatistiana. Surgieron varias, incluso algunas de carácter local, en los meses posteriores al golpe de Estado del 10 de marzo de 1952. Entre ellas, las de mayor importancia e influencia fueron la Triple A, el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) y la Acción Libertadora, dirigidas por Aureliano Sánchez Arango, Rafael García Bárcena y Justo Carrillo, respectivamente.

Tenían en común, con apenas diferencias de matices, que basaban el éxito de sus operaciones en el desarrollo de un putsch aislado, sin participación del pueblo, y en los contactos con militares en activo. Eran ellas las que más preocupación generaban en los servicios de seguridad y fuerzas represivas del gobierno, debido al volumen de recursos bélicos que manejaban, a la experiencia en lances violentos de muchos de sus militantes, y a que contaban con líderes de arraigo y prestigio en la opinión pública. Pero se diluyeron en trasiegos de armas y en promesas de lucha que nunca llegaron a concretarse. Lo más cerca que estuvieron de una acción efectiva contra la dictadura fue el plan del MNR de tomar Columbia el 5 de abril de 1953, frustrado antes de su realización, por el apresamiento de los complotados.

Las dos principales fuerzas políticas de oposición al régimen, hegemónicas en la vida pública cubana de aquellos años eran el Partido Revolucionario Cubano (Auténticos) y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos), divididas cada una de ellas en diversas tendencias, de acuerdo con la postura que sostenían contra Batista.

En particular la Ortodoxia, el movimiento de masas heterogéneo y policlasista que había encarnado la esperanza de una vida mejor para las mayorías populares a través del combate contra la corrupción y por el adecentamiento de la gestión administrativa, se hallaba fragmentada en al menos tres facciones. Una, con Carlos Márquez Sterling y Federico Fernández Casas a la cabeza, buscaba la inscripción del partido para su participación en las elecciones. La representada por Roberto Agramonte defendía la línea de independencia política de la organización, y propugnaba un abstencionismo pasivo cuya tesis, «ni insurrección ni elecciones», era funcional a la dictadura y no le quitaba el sueño. La de Emilio Millo Ochoa se declaraba insurreccional, pero a través de la concertación de pactos con otras fuerzas, y de esta manera servía de comparsa a los auténticos en los rejuegos conspirativos de Sánchez Arango y Carlos Prío. Incapaces de oponer una resistencia coherente al madrugonazo, las dirigencias ortodoxas se vieron rebasadas por los acontecimientos y se desgastaron en estériles discusiones.

La juventud y las bases del partido, verdaderas depositarias de los ideales chibasistas, descontentas con la inacción de sus líderes, buscarían nuevas formas y medios de lucha. Fidel y los compañeros que va nucleando constituyeron una alternativa ortodoxa específica, tanto frente a lo que había sido el pactismo sin principios de Millo Ochoa y los montrealistas, como frente al quietismo de la tendencia de Agramonte. Representaban, dentro de la ortodoxia, la disposición a luchar hasta las últimas consecuencias por la vía armada, pero manteniéndose independiente de los planes insurreccionales auténticos. En marzo de 1956 Fidel así lo definía: «un Movimiento que, sin violar la línea de independencia chibasista, enarbolaba resueltamente la acción revolucionaria contra el régimen».


El 30 de septiembre de 1954 José Antonio Echeverría y Fructuoso Rodríguez llegan por sustitución reglamentaria a los cargos de presidente y vicepresidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), respectivamente, tras la renuncia de quienes ocupaban dichos cargos. Siete meses después, en abril de 1955, serían ratificados en el proceso eleccionario. El 24 de febrero de 1956 José Antonio hace pública la creación del Directorio Revolucionario. ¿De qué manera se insertará esta nueva organización en la acción revolucionaria contra el régimen?

El Directorio Revolucionario surgió con la intención de brindar cauce organizado a la energía insurreccional de los estudiantes, vincularla con los empeños rebeldes de los trabajadores y otros sectores populares, y convertirse en el instrumento de la FEU para unificar a todos los factores antibatistianos. En palabras de José Antonio Echeverría, buscaba ser un organismo «con meta de libertad y camino de lucha activa» que articulara de modo permanente a «los partidos políticos, instituciones cívicas y a los que bizarramente han venido encarnando la lucha revolucionaria».

Desde el mismo golpe del 10 de Marzo varios universitarios habían considerado la idea de crear una organización insurreccional a partir de los elementos radicales del Alma Mater, que reeditara en alguna medida los directorios estudiantiles de la Revolución del 30. La madurez y la solidez alcanzada en la dirección de la FEU por el grupo de estudiantes que encabezaba José Antonio lo había colocado en un nivel cualitativamente superior para lograr sus objetivos. El Directorio Revolucionario, que había existido como un núcleo clandestino de estudiantes radicales, dispuestos a sumarse de manera independiente a cuanta conspiración hubiera, fue proclamado el 24 de febrero de 1956 como un organismo unitario amplio, donde se pretendía estuvieran representadas todas las fuerzas insurreccionales y se coordinaran sus diversas tácticas en una estrategia común revolucionaria.

Los objetivos políticos del Directorio Revolucionario trascendían el simple derrocamiento de la dictadura para restablecer el anterior ritmo constitucional, y su propósito era la transformación profunda de las estructuras económicas, políticas y sociales de Cuba. Por tal razón, se opuso siempre con energía a cualquier fórmula reformista o de transacción politiquera con Batista. Las movilizaciones populares impulsadas por la Federación Estudiantil Universitaria y el Directorio Revolucionario se fueron radicalizando en una curva ascendente que alcanzó su máxima expresión en la huelga azucarera de finales de 1955 e inicios de 1956, las que, llevadas al límite de sus posibilidades, abrieron paso a una fase superior de acciones armadas sucesivas contra el régimen, cuyo colofón fue el asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957.

El Directorio Revolucionario desempeñó un destacadísimo rol en el combate contra la dictadura batistiana. Contribuyó de modo decisivo, por ejemplo, a mantener viva la lucha revolucionaria en Cuba durante el tiempo en que Fidel y sus compañeros estuvieron en prisión, en el exilio y reorganizando las fuerzas expedicionarias con posterioridad al desembarco del yate Granma. En definitiva, el Directorio constituyó la segunda organización insurreccional en importancia durante todo el proceso revolucionario, con presencia en varias regiones del país, y con aportes significativos a la victoria, los cuales incluyen una destacada cronología de acciones combativas y una impresionante nómina de mártires.


El Movimiento 26 de Julio y el Directorio Revolucionario lograron aglutinar a valerosos jóvenes cubanos en la lucha insurreccional contra la dictadura de Fulgencio Batista. ¿Quiénes eran?, ¿cuál era su origen social, ideológico?

Fidel llegó a organizar y a preparar más de mil hombres, que pasaron durante estos meses finales de 1952 e inicios de 1953 por varias sesiones de entrenamiento, en las fincas donde hacían prácticas de tiro y en los locales de la Universidad de La Habana donde recibían adiestramiento en cuanto al manejo y conocimiento de las armas, así como otras cuestiones de orden militar. Realmente asombra el grado de discreción y de observación estricta de las reglas de la clandestinidad alcanzado en esta etapa, porque se trataba de personas que no habían tenido experiencia de vida clandestina anterior, y fueron capaces, sin embargo, de apegarse a las normas básicas de compartimentación y de disciplina necesarias para el éxito del objetivo que se habían propuesto.

Gracias a los altos niveles de organización que lograron, pudieron entrenar durante varios meses en diversos grupos y en distintos puntos de la capital, trasladar más de un centenar y medio de combatientes y sus armas prácticamente de un extremo a otro del país, y ejecutar el plan que tenían concebido del asalto al cuartel Moncada, sin ser descubiertos en ningún momento por las fuerzas represivas de la dictadura.

Procedían de los sectores más humildes de la sociedad. De la misma Juventud Ortodoxa —que en 1948 había proclamado como su aspiración ideológica fundamental «el establecimiento en Cuba de una democracia socialista» y definido que la lucha por la liberación nacional de Cuba era «la lucha contra el imperialismo estadounidense»— salió el grueso de los asaltantes al cuartel Moncada. Los protagonistas de las acciones del 26 de julio de 1953 no habían sido ninguno de los actores principales del drama político nacional hasta ese momento.

Fidel buscaba en ellos tres características principales, que serían determinantes para ser reclutados: la disciplina, la discreción y el valor. Su labor de captación no se dirige a viejos luchadores, con experiencia combativa desde los años treinta y cuarenta, con el prestigio de haber pertenecido a grupos de acción y que se vanagloriaban de un pasado de lucha violenta, sino a gente sencilla del pueblo, sin alardes de glorias pretéritas, sino con un sentido patriótico de la disciplina y del cumplimiento del deber, y una disposición resuelta al combate. Todo esto, en lo fundamental, entre las bases ortodoxas, porque el movimiento que está organizando Fidel es esencialmente ortodoxo. El cemento ideológico que los une proviene del ideal programático de la Ortodoxia y de la prédica de aquel fenómeno de masas que había constituido Eduardo Chibás, además del sentimiento de responsabilidad histórica que comparten como generación de dar cumplimiento a las esperanzas populares, largamente anheladas y siempre postergadas, de verdadera soberanía nacional y justicia social, núcleo del frustrado sueño martiano.

Por su parte, el Directorio surge casi tres años después del asalto, como resultado de la radicalización experimentada por el enfrentamiento estudiantil a la dictadura. Uno de los centros más importantes de actividad revolucionaria de la nueva hornada de jóvenes fue la Universidad de La Habana. Desde el principio se constituyó en uno de los focos fundamentales de oposición al golpe batistiano. En su seno hallaron abrigo y trinchera todos los sectores rebeldes.

El Alma Mater era también, durante todos estos meses, lugar de entrenamiento con armas para todos los jóvenes revolucionarios que valoraban la insurrección armada como la única vía efectiva para sacar a Batista del poder. La mayoría del estudiantado radical, los partidarios de la insurrección armada frente a la tiranía, se habían agrupado alrededor de José Antonio Echeverría, quien empezó a distinguirse como la figura cimera del movimiento revolucionario en la Colina. Su talento, carisma personal, y sus virtudes como organizador le permitieron aunar a una buena parte de los universitarios que, aún dispersos por las distintas escuelas, manifiestan su rechazo a la situación imperante en el país.

Durante los primeros años de la lucha antibatistiana, Echeverría y los estudiantes revolucionarios que le siguen están estrechamente vinculados a las actividades insurreccionales de la Triple A. Tal posición obedecía en lo fundamental a la necesidad de acceder al armamento que los auténticos poseían en grandes cantidades, lo cual lograrían en parte al captar a algunos de sus más honestos guardianes al finalizar 1956.

El objetivo de José Antonio era consolidar un núcleo revolucionario en la Universidad, dispuesto para la acción, y llevarlo a la máxima dirigencia de la FEU y a sus principales cargos, para desde allí facilitar y darle mayor impulso a los planes insurreccionales. Por eso el Directorio es anunciado públicamente como un instrumento de lucha creado, respaldado y auspiciado por la FEU.

La organización no era típicamente celular, con estructuras de base definidas y compartimentadas. Se conformó a partir de los mismos factores insurreccionales que ya existían en la Universidad y se conocían de los diversos combates contra la dictadura. Los centros de segunda enseñanza de todo el país constituyeron la otra fuente natural de la que empezó a nutrirse de inmediato. La autoridad que se habían ganado José Antonio y la FEU entre los estudiantes de enseñanza media facilitó su rápida extensión por otros confines de la Isla, pues en casi todas las ciudades donde existían escuelas de nivel secundario se crearon grupos del Directorio Revolucionario.

Estaban además los grupos y contactos fuera de la Universidad y de los medios puramente estudiantiles, la mayoría de los cuales fueron dedicados a lo que se denominó rama externa de la Sección de Acción. Los principales responsables de esta estructura fueron Rubén Aldama, José Luis Wangüemert y José Briñas. En particular el primero desempeñó un papel primordial en la búsqueda de casas de seguridad, almacenamiento de armas y en todo tipo de preparativos insurreccionales.

En la proclama constitutiva del Directorio Revolucionario se expresaba la ideología que animaba a la naciente organización, marcadamente nacionalista, antimperialista, de profunda inspiración martiana. En sus párrafos late el llamado a la unidad en la lucha revolucionaria y se aprecia una orientación clasista hacia los pobres, los trabajadores, de defensa de los intereses de los más humildes, de «los hambreados y los oprimidos».

Para dirigir la Sección de Acción fue designado Faure Chomón, quien ya desde el mismo 10 de marzo de 1952 se había dedicado a organizar un pequeño núcleo revolucionario para la lucha armada contra la dictadura y para dar la batalla contra los elementos gansteriles dentro de la Universidad. Este grupo fue la base sobre la cual se asentó el aparato clandestino de acción del Directorio para dar sus primeros pasos. Además, Faure contaba con numerosos contactos fuera del recinto universitario, entre trabajadores, profesionales, gente de pueblo, que favorecerían la adquisición de casas de seguridad en barrios obreros y de clase media.

La actividad de propaganda se basó, en lo fundamental, aparte de la destacada labor que desempeñó Samuel Cherson a través de los contactos que poseía en los distintos medios de comunicación, en el periódico universitario Alma Mater. Aunque se sacaron pocos números, sus ejemplares, distribuidos clandestinamente entre los jóvenes de la Universidad y fuera de ella, tenían un impacto tremendo por la carga de denuncia que llevaban, además de servir para divulgar el pensamiento, el programa y las acciones del Directorio Revolucionario.

Mientras se trabajaba de forma secreta en la conformación de un organismo clandestino con los medios materiales indispensables para la lucha insurreccional, la FEU continuaba librando combates políticos contra el régimen de facto.


El cuartel Moncada y el Palacio Presidencial. La misma aspiración de derrocar a la tiranía mediante el poder de las armas; sin embargo, ¿respondían a maneras distintas de concebir la lucha?

El asalto al Moncada estaba bien concebido y tenía reales posibilidades de éxito. La idea no era atacar el cuartel de manera frontal, pues no contaban con el armamento necesario para una acción de este tipo. Las armas que llevaban era de muy escaso calibre, en su mayoría escopetas de caza, que no permitían realmente un enfrentamiento desde fuera contra un equipamiento bélico de más calidad y alcance como el que poseían los defensores del Moncada. La probabilidad de victoria descansaba en entrar por sorpresa al cuartel, tomar desprevenida a la guarnición mientras dormía y hacerla prisionera. Luego de ocupada la instalación castrense convocarían al pueblo a la lucha y le entregarían armas. Iban vestidos de uniforme para provocar confusión y lograr capturar, prácticamente sin disparar un tiro y sin darles tiempo a reaccionar, a la mayor cantidad posible de soldados.

Todo esto habla muy bien del entrenamiento recibido, y de la perfección alcanzada en las prácticas de tiro, el alto número de bajas que le produjeron a la guarnición del cuartel en el transcurso del combate, en contraste con las pocas sufridas por los asaltantes, y a pesar del colosal desbalance de poder de fuego en ambos bandos. Formaba parte de la estrategia prevista la conquista del cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo, con el objetivo de establecer una avanzada sobre el río Cauto e impedir la llegada de refuerzos desde Holguín. Una vez en poder de los rebeldes las ciudades de Santiago de Cuba y Bayamo, y levantadas en armas sus poblaciones, se establecería un poder gubernamental alternativo en la provincia oriental, formado por ortodoxos, que intentaría extenderse al resto del país en la medida de lo posible.

Por otro lado, el asalto al Palacio Presidencial respondía a la concepción de lucha del Directorio Revolucionario, que buscaba «golpear arriba» con una sola acción demoledora, capaz de provocar el desmoronamiento del régimen. Esos planes eran congruentes con los de los sectores auténticos dirigidos por Menelao Mora, quienes habían intentado una y otra vez desde hacía meses la ejecución de una operación que permitiera la eliminación física del tirano. La coincidencia en la táctica facilitó la confluencia de ambos esfuerzos, y convinieron en asaltar el Palacio Presidencial para ajusticiar a Batista.

Este objetivo lo cumpliría un comando de 50 hombres bien armados que, divididos en varios grupos, cada uno con una misión específica, debía ir tomando el edificio piso a piso. Al mismo tiempo, una operación de apoyo compuesta por un centenar de combatientes con las armas de mayor poder de fuego, se situaría en los edificios más altos aledaños a la mansión presidencial, para desde allí neutralizar la guarnición de Palacio e impedir que se hiciera fuerte en la azotea y los pisos superiores. Además debían evitar la llegada de refuerzos de la tiranía.

De manera simultánea un grupo de 16 hombres debía tomar la estación de Radio Reloj y desde sus micrófonos Echeverría se dirigiría al pueblo para informarle la eliminación del dictador y arengarlo a la pelea. Llamaría a la ciudadanía a que acudiera a la Universidad de La Habana, donde iba a radicar el Estado Mayor de la insurrección, para obtener armas y sumarse al torrente revolucionario. El próximo paso sería la ocupación del Cuartel Maestre de la Policía y su potente arsenal, y de forma consecutiva, del resto de las estaciones represivas. Desde el centro revolucionario instalado en la Universidad, donde se armaría al pueblo, saldrían milicias a garantizar el control de la ciudad y de los medios de prensa. La insurrección popular consumaría el triunfo de la Revolución.

El 13 de Marzo fue la gran obra de José Antonio Echeverría y el Directorio Revolucionario; ese día fructificaron sus esfuerzos y su labor insurreccional. Los hechos de ese día, la mansión ejecutiva atacada por un comando de 50 jóvenes armados, sin experiencia militar la mayoría, y uno de los dictadores más feroces del continente, acorralado en su propia fortaleza por la osadía juvenil, conmocionaron al país y demostraron lo vulnerable que era, de hecho, el régimen batistiano.


En su libro Entre la carta y el asalto, usted menciona que la Carta de México «manifestaba el compromiso de aunar los esfuerzos de ambas organizaciones en un plan único de acciones armadas para derrocar la tiranía y hacer la Revolución». Entre la firma de ese documento y la reunión que sostiene Fidel, pocos días después del triunfo revolucionario, con las fuerzas del Directorio atrincheradas en la Universidad de La Habana, ¿cuáles son los principales hechos que debemos repasar para entender los desacuerdos entre ambas fuerzas revolucionarias?

El proceso de construcción de la unidad revolucionaria durante la insurrección, desde el año 1955, cuando surgen el Directorio Revolucionario y el Movimiento 26 de Julio, hasta los primeros días de enero de 1959, está atravesado por varios desencuentros. Las dirigencias de ambas organizaciones provenían de una nueva generación, y tenían en común propósitos revolucionarios de transformación radical de Cuba. A pesar de que las unía este objetivo de cambiar al país de pies a cabeza, y no el regreso al 9 de marzo de 1952, en el camino tuvieron una serie de malentendidos y contradicciones que eventualmente llegaron a ser muy serias, y casi abrieron un abismo entre ellas en determinados momentos.

Las relaciones entre las dos fuerzas constituyeron una dialéctica compleja de convergencias y divergencias. Los hitos fundamentales de ese recorrido fueron la Carta de México, cuyo acuerdo unitario práctico no llegó a cumplirse, y desembocó por separado en el desembarco del Granma en diciembre de 1956 y el asalto al Palacio Presidencial en marzo de 1957; el fracaso del pacto concertado en Miami a finales de 1957 entre diversos sectores antibatistianos, incluida una representación del Movimiento 26 de Julio no autorizada por su máxima dirección; los contactos fallidos para participar juntos en la huelga del 9 de abril de 1958; las desavenencias al interior del Frente Cívico Revolucionario, creado a raíz de la firma del Pacto de Caracas en julio de 1958; las acciones guerrilleras de cada organismo en el Escambray, y el desarrollo conjunto de la Campaña de Las Villas, acordado en el Pacto del Pedrero el 1ro. de diciembre de 1958.

En los primeros días de enero de 1959 hace eclosión el acumulado de problemas y obstáculos que han enfrentado en sus nexos durante la insurrección, y se producen las dos circunstancias de mayor tensión y gravedad entre ellas: la ocupación del Palacio Presidencial por parte del Directorio Revolucionario, y el traslado de las armas de San Antonio de los Baños para la Universidad de La Habana, criticado por Fidel en su discurso del 8 de enero, cuando entró a la capital. Esos conflictos tuvieron una solución rápida, provisional, en la reunión sostenida por el líder máximo de la Revolución con el Ejecutivo nacional del Directorio el 14 de enero de 1959.


En ese mismo volumen, para ejemplificar el importante papel que en la etapa posterior a 1959 desempeñaron integrantes del Directorio, usted menciona a mártires como Tony Santiago, Gustavo Machín y Raúl Díaz-Argüelles, y a destacados combatientes como Faure Chomón, Víctor Dreke Cruz, Julio García Olivera, entre otros. ¿Su papel en la Cuba revolucionaria podría suponer que a pesar de las desavenencias hubo un entendimiento definitivo entre los miembros de ambos movimientos? ¿La manera en que se enseña hoy la Historia de Cuba, específicamente el periodo insurreccional, es justa con ese devenir histórico, o prepondera una visión hegemónica, o digamos, parcializada?

El entendimiento definitivo se fue construyendo a lo largo de la consolidación del proceso revolucionario en el poder. Al finalizar el período insurreccional de la Revolución Cubana, resultó vencedora la estrategia del Movimiento 26 de Julio de conquistar el apoyo popular y ser lo suficientemente fuerte para poder dirigir la Revolución sin necesidad de compromisos ni pactos con otros sectores, y el Directorio Revolucionario debió incorporarse al triunfante proceso revolucionario de forma secundaria y subordinada. Favorecieron ese tipo de integración los objetivos políticos trascendentes que compartían, y la obra transformadora que empezaban a construir colectivamente, enfrentados a un enemigo común.

A pesar de las contradicciones provocadas por las diferencias en sus concepciones y prácticas unitarias, los líderes del Directorio Revolucionario y el Movimiento 26 de Julio tuvieron el talento político y la actitud revolucionaria de sobreponerse a ellas y concentrarse en la colaboración para la consecución de los propósitos revolucionarios que ambas organizaciones perseguían.

El Directorio tenía una historia de lucha, de sangre, de heroísmo, que la convertía en la segunda organización en importancia de la Revolución Cubana, con una capacidad proverbial para levantarse y regresar al combate después de severos golpes y derrotas. Se trataba de un organismo de jóvenes revolucionarios que compartían los mismos ideales de los que integraban las filas del 26 de Julio, de jóvenes que peleaban y daban la vida. La lucha los unió entonces y para siempre. A veces se necesita mucha valentía en hacer dejación de determinadas aspiraciones que se consideran justas, a favor de una causa mayor, como la Revolución. En esa actitud, que lleva un alto nivel de sacrificio y entrega, fueron ejemplares los combatientes y dirigentes del Directorio, con una fidelidad total al proceso revolucionario.

La historia que se hace y se enseña sobre la unidad durante el periodo insurreccional se ha simplificado mucho y no se aborda en toda su complejidad. Creo que ese es su principal defecto. Y ello se ha debido, entre otras razones, a una especie de pacto no escrito entre los revolucionarios después de enero de 1959, de olvidar lo que los dividió para no revivir enconos del pasado que podían resultar peligrosos, y concentrarse en lo que los unía en el presente, y en el desafío que iban a enfrentar a partir de entonces. Esa simplificación no brinda la real dimensión del triunfo revolucionario sobre todo como una victoria política, más allá del aspecto puramente militar, y de las enormes batallas políticas que de forma simultánea, en varios frentes, tuvo que librar el liderazgo del Movimiento 26 de Julio para alcanzar la hegemonía: contra la dictadura, dentro de la oposición a Batista, con los distintos partidos políticos, con los otros sectores insurreccionales (Directorio, auténticos), al interior del 26 de Julio donde había además varias tendencias, como las representadas en la Sierra y el llano.


Una de las conclusiones, en su investigación sobre este periodo, es que «la necesidad de conservar la unidad de la Revolución Cubana ha implicado determinadas dificultades y obstáculos para la investigación histórica sobre su período insurreccional. Ese imperativo político ha llevado a considerar perjudicial la profundización en el estudio de las relaciones entre las organizaciones revolucionarias, debido a su carácter frecuentemente tenso y conflictivo». ¿Por qué es imprescindible volver a la historia develando todos sus pormenores, todos sus matices?

A las generaciones actuales nos corresponde, como deber y como urgencia, conocer a profundidad lo que sucedió y cómo sucedió, las dificultades y obstáculos que debieron enfrentarse, no por vanidad o morbo, sino porque en los espacios que dejemos vacíos o sin explicar, estaremos dando margen a la manipulación, a la tergiversación, a la superficialidad, al discurso interesado en hacer daño. Esta historia tenemos que explicarla los revolucionarios, para que nos sirva en la defensa del proyecto de la Revolución Cubana. Además, conducir un barco entre tempestades y mares procelosos tiene más mérito que hacerlo en aguas mansas. Entender todos los problemas que tuvieron que ser superados para construir la unidad le da mucho más valor a la obra que realizó la generación histórica de la Revolución.

No se trata de hacer juicios de valor, de usar un dato o un elemento aislado como arma arrojadiza en medio de conflictos políticos actuales, sino de comprender mejor, tanto los diversos contextos en que actuaron, como los acumulados, tradiciones, tácticas y hasta las historias personales de cada uno, pues todo ello tuvo un peso determinado en el proceso insurreccional y en las relaciones entre las organizaciones, y contribuye a explicar las razones profundas detrás de sus distintos posicionamientos.

Las revoluciones nunca son tranquilos paseos por un prado, en condiciones ideales; ellas se hacen con seres humanos, con sus heroísmos y virtudes, pero también con sus límites y defectos; y todo eso mezclado, incluidas simpatías y antipatías, forma parte de un violento proceso de lucha. Presentar una historia sin contradicciones, aparte de que no le hace justicia a aquellos hombres y mujeres, tampoco es útil para nuestras necesidades de hoy, para aprender de sus errores y aciertos, sobre todo, de cómo fueron capaces de poner a un lado sus diferencias, irse por encima de ellas y priorizar lo verdaderamente importante.

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