Contrapunteo

¿De qué democracia hablamos? (I)

30 jun. 2017
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Mucho se ha escrito y dicho sobre el discurso del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en el teatro Manuel Artime de Miami, para anunciar los cambios que su Administración imprimirá en la política gubernamental de la norteña nación hacia Cuba.

Su predecesor Barack Obama, a la mitad de su segundo mandato, apostó por llevar dicha política a través de un nuevo camino, enfocado en la búsqueda de una normalización en las relaciones bilaterales, aunque sin renunciar a las pretensiones injerencistas que siempre han guiado las políticas de Washington con respecto a La Habana.

Sin embargo, mal asesorado y desoyendo el reclamo mayoritario de la comunidad cubana en Estados Unidos y de los propios ciudadanos de su país, el magnate neoyorquino decidió hacer retroceder en parte lo conseguido.

Condicionó los futuros avances en la relación bilateral a cambios en el ordenamiento interno de Cuba, tendentes, según alegan él y los que apuestan por la hostilidad hacia la isla que es necesario, al establecimiento de un sistema democrático y al respeto a los derechos humanos.

Ambos reclamos no son nuevos. Desde el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, el establishment estadounidense ha desestimado el sistema democrático que se fue construyendo como parte de la misma y se ha esforzado, sin el éxito anhelado, por restarle legitimidad ante los ojos de la comunidad internacional.

En cuanto a los derechos humanos, desconoce las conquistas conseguidas por la Cuba revolucionaria en materia de derechos elementales como salud, educación, deporte y seguridad social, y denuncia supuestas violaciones de otros que ni en los mismos Estados Unidos gozan de todas las garantías necesarias.

Según ha aseverado el Gobierno cubano en reiteradas ocasiones, existen diferencias notorias entre los dos países en su concepción de derechos humanos. En tal sentido, está dispuesto a dialogar con su contraparte, sobre la base del respeto mutuo y la no injerencia en los asuntos internos del otro.

Algo similar sucede con la llevada y traída democracia, de la cual Washington ha pretendido erigirse históricamente como su más férreo defensor, sin que a ciencia cierta lo sea. 

Cuba defiende que su sistema político queda definido en una democracia popular y participativa, pero para su gran vecino del norte y otros detractores y opositores del Gobierno de la isla, el sistema imperante responde a las «características de un régimen autoritario, de una dictadura».

Sin embargo, la mayoría de los cubanos y la mayor parte de los países del mundo no comparten ese criterio. Reconocen a Cuba como una democracia, perfectible como todas, mas no como ese régimen déspota que sus enemigos se aferran en recrear y hacer real, para ganar simpatías en pos de su desmontaje.

Pese a la falta de consenso, Estados Unidos sigue insistiendo en que en Cuba no hay democracia y ahora Trump ha demandado su existencia como requisito previo para una eventual flexibilización del bloqueo y las agresivas políticas que buscan destruir el sistema imperante.

Lo más curioso de todo, y no es que no se haya hablado de ello ya, es que cuando se escucha de este debate, no se puede entender exactamente cuál es la democracia de la que se está hablando. A juzgar por el discurso estadounidense solo hay una, la de ellos, y a esa es a la que Cuba, y el resto de los países, se tienen que adscribir.

Pero los Estados Unidos de América y su sistema político no son un adalid democrático. La causa de ello no son las violaciones de los derechos humanos que con frecuencia ocurren ni el carácter restrictivo del acceso a la salud y la educación, que Cuba considera universal.

Sus deficiencias en lo que a democracia se refiere están determinadas en la esencia y principios de su sistema político y de gobierno, ese que los Padres Fundadores concibieron e instrumentaron, y que con el paso del tiempo ha evolucionado hasta lo que es hoy.

Nombrado gobierno representativo, y deudor por su existencia de las otras dos revoluciones significativas de la era moderna, la inglesa y la francesa, es este el sistema político que actualmente se reconoce como democracia.

La mayor parte de los países del mundo lo han acogido, con alguna que otra variación y adaptación, desconociendo quizás que ese tipo de gobierno proviene precisamente de un sistema político concebido en oposición a la aclamada modalidad, ciertamente la más justa.

Para los no adentrados en el tema, el planteamiento puede resultar raro, desgarrador y sorprendente, pero es una realidad. Así lo demostró unos 20 años atrás el politólogo francés Bernard Manin, autor de un texto ejemplar, cuya lectura puede resultar muy ilustrativa para todos aquellos que no se resignan a recibir lecciones de democracia y justicia por parte de falsos paradigmas, encarnados en los poderes hegemónicos.

Titulado «Los principios del gobierno representativo», el libro de Manin demuestra que los gobiernos democráticos contemporáneos vienen o derivan de un sistema político ideado para solventar los obstáculos que suponen los valores de la democracia pura, en aras de garantizar la permanencia en el poder de las tradicionales élites políticas y económicas.

La democracia representativa, asevera el autor en su obra, proviene o evoluciona de instituciones no democráticas en sus inicios. Su argumento se basa en un minucioso estudio teórico que va desde los tiempos del surgimiento de la democracia en la Atenas de la Antigua Grecia, hasta la consolidación del gobierno representativo como un sistema político, con la proclamación y surgimiento de los Estados Unidos de América.

Mediante el análisis de las concepciones de los principales autores y el examen de los hechos, Manin pudo establecer cuáles son los principios del gobierno representativo, entendidos no como ideales abstractos sino como elementos que se han mantenido invariables a lo largo del tiempo. Asimismo, comprobó como este sistema tiene un carácter dual, con fuertes componentes aristocráticos.

Acercarse con mayor detalle a esto puede ayudar a entender que la democracia pura en el mundo de hoy es un mito y que ni Estados Unidos, ni ningún país, es un paradigma en este sentido.

En otro artículo seguiremos abordando los planteamientos del politólogo francés, para ver si logramos entender de qué democracia se está hablando cuando Trump y otros tienen la palabra y hablan de Cuba.

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