Contrapunteo

De la soberanía y sus realidades

26 mar. 2018
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Si empezamos estas líneas atendiendo al concepto básico que muchos entendemos como soberanía, pudiésemos resumir que el término indica el derecho de una institución política —un estado o  cualquier individuo— de ejercer su poder.

Dentro de los conceptos más manejados de soberanía destaca el de Jean Bodin, en el texto Los seis libros de la República, donde si bien afirma que es el "poder absoluto y perpetuo de una República", relaciona el poder republicano con el que ejerce un mandatario en nombre de toda una nación. Este concepto fue retomado y modificado a mediados del siglo XVIII cuando el suizo Jean-Jacques Rousseau expuso en 1762, en El contrato social, un grupo de ideas básicas para entender esta nueva posición filosófica que eleva el significado de soberanía al poder popular donde el soberano es el pueblo. “Cada ciudadano es soberano y súbdito al mismo tiempo, ya que contribuye tanto a crear la autoridad y a formar parte de ella, en cuanto mediante su propia voluntad dio origen a esta, y por otro lado es súbdito de esa misma autoridad, en cuanto se obliga a obedecerla”.

Aún cuando después otros teóricos como Abate Sieyès defendió conceptos relacionados a la soberanía nacional, me quiero referir de modo específico a los argumentos rousseanos por ser argumentos que se repiten en varias de las constituciones modernas sobre todo en aquellas elaboradas después de la segunda guerra mundial.  

Reflexiona Rousseau: “mientras un pueblo se vea forzado a obedecer, hará bien en obedecer; pero tan pronto como pueda sacudir el yugo, si lo sacude, obrará mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, prueba que tiene derecho a disfrutar de ella”.

Incluso, las revoluciones una vez que se proponen organizar la nueva sociedad y constituir el Estado, entran en un nuevo contrato social. Se hace necesario establecer una libertad civil, que solo aparece y al mismo tiempo está limitada por una voluntad general, del resto del pueblo que es precisamente quien la valida, así como el poseer objetos en su carácter más material pero con un carácter público. 

“Esto no quiere decir que por semejante acto la posesión cambie de naturaleza pasando a otras manos y se convierta en propiedad del soberano; sino que, como las fuerzas del cuerpo político son incomparablemente mayores que las de un particular, la posesión pública es también de hecho más fuerte y más irrevocable”, afirma Rousseau. 

Y más adelante continúa: “La primera y más importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que sólo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del Estado según el fin de su institución — que es el bien común— pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses es lo que ha hecho posible su existencia”.

Y es que la voluntad de una persona o de un grupo de personas que dirigen el Estado no siempre estará en concordancia con la voluntad general. No pienso que sea como aparece en El Contrato Social cuando se afirma que “la voluntad particular se inclina a los privilegios, y la voluntad general a la igualdad”. Es que esta voluntad particular, aún cuando pretenda y de hecho disponga a favor de los demás, hace lo que “cree que es mejor para todos”, pero en realidad le es imposible tener esa certeza.

Rousseau hace énfasis en que si “la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues o la voluntad es general,  o no lo es; o es la voluntad de todo el pueblo, o es tan sólo la de una parte. En el primer caso, la declaración de esta voluntad es un acto de soberanía y es ley; en el segundo, no es más que una voluntad particular, o un acto de magistratura, y cuando más un decreto”.

Pero, ¿cómo tener la certeza que algo es voluntad de todos, absolutamente de todo el pueblo? Por ello, en vez de dividir la soberanía, lo que se hace es dividirla en su objeto: “La dividen en fuerza y en voluntad; en poder legislativo y en poder ejecutivo; en derecho de impuestos, de justicia y de guerra, en administración interior y en poder de tratar con el extranjero. Tan pronto unen todas estas partes, como las separan”.

Como dice Rousseau, “siguiendo de la misma manera las demás divisiones, hallaríamos que se engaña quien crea ver dividida la soberanía. Los derechos que consideran como partes de esta soberanía le están del todo subordinados. Suponen siempre la ejecución de voluntades supremas que, por necesidad, han de existir con anterioridad a ellos”.

No basta entonces para un Estado declararse soberano por el hecho de que como voluntad de país, es independiente al resto de las naciones. Ahora, si prestamos atención a lo que dice el contrato social podemos tal vez demostrar que una vez analizada la estructura en sus interioridades aparecerían irregularidades que nos harían dudar en alguna medida.

Por ejemplo: “cuando se forman facciones y asociaciones parciales a expensas de la grande, la voluntad de cada asociación se hace general respecto de sus miembros, y particular respecto del Estado. Se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres, sino tantos como asociaciones”.

¿Qué sucede en la realidad? ¿Cómo transcurre la relación entre esas asociaciones? Se dan lógicas de asesoramiento, financiación, control, e incluso por momentos, en dirección. Con ello esta organización se vuelve “una de estas asociaciones tan grande que supera a todas las demás, ya no tenemos por resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única. Ya no hay entonces voluntad general y el parecer que prevalece no es ya más que un parecer particular”.

El poder que tienen los Partidos, los Parlamentos, es el resultado del contrato social preestablecido con las masas. Podemos llamarla soberanía cuando al igual que  “la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos los miembros de su cuerpo, así también el pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos”.

Ahora el mismo Rousseau, discrepa de esa posibilidad real de representación: “La soberanía no puede ser representada, por la misma razón por la que no puede ser enajenada. Consiste en la voluntad general, y la voluntad no se representa porque, o es ella misma, o es otra; en esto no hay término medio. Luego, los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes”.

¿Cómo llegar entonces a un modelo social que permita la igualdad entre seres humanos? ¿Cuál es el sistema perfecto? De la experiencia de países capitalistas neoliberales de América Latina, podemos concluir lo que no queremos. De naciones soberanas que han apostado por construir un socialismo o un proceso social diferente —aunque no con resultados concluyentes— podemos aprender experiencias prácticas que nos ayuden a enriquecer nuestra teoría y sobre este derecho y aspiración legítima que llamamos soberanía.

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