Proposiciones

Cuando Castro supo la noticia

21 mar. 2019
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Era alrededor de la 1:30 de la tarde, hora de Cuba. Estábamos almorzando en el comedor de la modesta casa de verano que posee Fidel Castro en la magnificente playa de Varadero, a 20 kilómetros de La Habana. Como por dé­cima ocasión, le preguntaba al líder cubano los detalles acerca de las negociaciones con Rusia antes de la instalación de los misiles el año anterior. El teléfono sonó, un secretario en uniforme verde olivo anunció que el señor Dorticós, presidente de la República de Cuba, tenía una comunicación urgente para el Primer Ministro. Fidel levantó el teléfono y pude oírle decir: ¿Cómo? ¿Un atentado? Se viró ha­cia nosotros para decirnos que Kennedy ha­bía sido fulminado en Dallas. Entonces regresó al teléfono y exclamó a gritos: ¿Herido?, ¿muy gravemente?

Regresó, se sentó, y repitió tres veces las palabras: «Es una mala noticia». Estuvo en silencio por un momento, aguardando otra lla­mada con nuevas noticias. Mientras esperaba, remarcó que había una franja lunática alarman­temente considerable en la sociedad estadou­nidense y que este hecho podría igualmente haber sido obra de un loco o un terrorista. ¿Tal vez un vietnamita?, ¿o un miembro del Ku Klux Kaln? La segunda llamada llegó: se tenía la esperanza de que pudieran anunciar que el presidente de los Estados Unidos estaba vivo todavía. La reacción inmediata de Fidel fue: «Si pudieran, él será reelegido». Pronunció estas palabras con satisfacción.

Esta frase fue una secuela de una conver­sación que habíamos mantenido una noche anterior y que se había convertido en una sesión de toda la noche. Para ser precisos, duró desde las 10 de la noche hasta las 4 de la mañana. Una buena parte de la charla giró alrededor de las impresiones que le resumí de una entrevista que el presidente Kennedy me había concedido el 24 de octubre anterior, y sobre las reacciones de Fidel Castro a estas impresiones. Durante esta discusión nocturna, Castro había elaborado una acusación im­placable de la política de EE.UU., añadiendo que en el pasado reciente, Washington había tenido amplia oportunidad de normalizar sus relaciones con Cuba pero que en lugar de eso había tolerado un programa de la CIA para entrenar, equipar y organizar la contrarrevolu­ción. Él me había dicho que no tenía el más mínimo temor por su vida, ya que el peligro era su medio natural, y si llegara a convertirse en una víctima de los Estados Unidos esto sim­plemente haría aumentar su radio de influencia en América Latina, así como en todo el mundo socialista.

Él estaba hablando, dijo, desde el punto de vista de los intereses de la paz, como del continente americano. Para lograr este objeti­vo, tendría que surgir un líder en los Estados Unidos que fuera capaz de comprender las realidades explosivas de América Latina y en­contrarse con ellas a mitad de camino. Enton­ces, de repente, tomó el rumbo menos hostil:

«Kennedy podría ser este hombre. Él todavía tiene la posibilidad de convertirse, a los ojos de la historia, en el más grande presidente de los Estados Unidos, el líder que puede por fin entender que puede haber coexistencia entre capitalistas y socialistas, incluso en el continen­te americano. Sería entonces un presidente aún mayor que Lincoln. Sé, por ejemplo, que para Khrushchev, Kennedy es un hombre con quien se puede hablar. He recibido esta impresión de todas mis conversaciones con Khrushchev. Otros líderes me han asegurado que para alcan­zar este objetivo, primero tenemos que esperar a su reelección. Personalmente, lo considero responsable de todo, pero voy a decir esto: él ha llegado a entender muchas cosas durante los últimos meses; y luego también, en último aná­lisis, estoy convencido de que cualquier otro sería peor».

Entonces Fidel añadió con una sonrisa amplia y juvenil: «Si lo ves de nuevo, puedes decirle que estoy dispuesto a declarar Goldwater mi amigo si eso va a garantizar la reelección de Kennedy».

Esta conversación tuvo lugar el 19 de noviem­bre. Ahora eran casi las dos y nos levantamos de la mesa y nos sentamos frente a la radio. El comandante Vallero, su médico, ayudante de campo y amigo íntimo, localizó con facilidad las emisiones de la cadena NBC en Miami. Vallero traducía para Fidel a medida que llega­ban las noticias: Kennedy herido en la cabeza; búsqueda del asesino; asesinato de un policía; finalmente el anuncio fatal: El Presidente Ken­nedy ha muerto. Entonces Fidel se puso de pie y me dijo: «Todo ha cambiado. Todo va a cambiar. Los Estados Unidos ocupan una posición tal en los asuntos mundiales que la muerte de un presi­dente de ese país afecta a millones de personas en todos los rincones del globo. La guerra fría, las relaciones con Rusia, América Latina, Cuba, la cuestión negra... todo tendrá que ser repen­sado. Te diré una cosa: al menos Kennedy era un enemigo al que nos habíamos acostumbra­do. Este es un asunto serio, un asunto extrema­damente serio».

Después de este primer cuarto de hora de silencio mantenido por todas las estaciones de radio norteamericanas, sintonizamos con Miami; el silencio sólo se había roto por una retransmisión del himno nacional estadouni­dense. Extraña en verdad fue la impresión de oír sonar este himno en la casa de Fidel Castro, en medio de un círculo de caras preocupadas.

«Ahora —dijo Fidel— tendrán que encontrar al asesino rápidamente, pero muy rápido, de lo contrario, mira y verás, los conozco, van a intentar culparnos por esta cosa. Pero dime, ¿cuántos presidentes han sido asesinados? ¿cuatro? ¡Esto es lo más inquietante! En Cuba, solo uno ha sido asesinado. Ya sabes, cuando nos escondíamos en la Sierra había algunos (no en mi grupo, en otro) que querían matar a Batista. Ellos pensaron que podían acabar con un régimen decapitándolo. Siempre he estado violentamente opuesto a tales métodos. En primer lugar desde el punto de vista de los in­tereses políticos, porque en lo que se refiere a Cuba, si Batista hubiera sido ajusticiado, habría sido sustituido por una figura militar que habría tratado de hacer pagar a los revolucionarios el martirio del dictador. Pero también me opuse por motivos personales: el asesinato es repul­sivo para mí».

Las emisiones se reanudaron. Un periodista sintió que debía mencionar que la señora de Kennedy estaba teniendo dificultades para deshacerse de sus medias manchadas de sangre. Fidel explotó: «¡Qué clase de mente es esta!». Repitió la frase varias veces:

«¡Qué clase de mente es esta! Hay una diferencia en nuestras civilizaciones, después de todo. ¿Ustedes son así en Europa? Para nosotros, los latinoamericanos, la muerte es un asunto sagra­do, no solo marca el término de las hostilidades, sino que también impone la decencia, la digni­dad, el respeto. Incluso hay niños de la calle que se comportan como reyes cuando enfrentan la muerte Por cierto, esto me recuerda algo más: si escribes todas esas cosas que te dije ayer contra la política de Kennedy, no utilices su nombre ahora, en su lugar habla de la política del gobierno de Estados Unidos».

Hacia las 5, Fidel Castro declaró que, dado que no había nada que pudiéramos hacer para alterar la tragedia, debíamos tratar de aprove­char nuestro tiempo al máximo, a pesar de ello. Él quería acompañarme personalmente en una visita a una granja de pueblo (granja estatal), donde se habían estado llevando a cabo en algunos experimentos. Su obsesión actual es la agricultura. Él lee nada más que los estudios e informes agronómicos. Él vive líricamente en el suelo, fertilizantes, y las posibilidades que darán a Cuba suficiente caña de azúcar para 1970 para lograr la independencia económica.  «¿No te lo dije?».

Íbamos en coche, con la radio encendida. La policía de Dallas ahora estaba tras la pis­ta del asesino. Él es un espía ruso, dice el comentarista de noticias. Cinco minutos más tarde, la corrección: él es un espía casado con una rusa. Fidel dijo: «No, no lo que yo te digo, mi turno será el siguiente». Pero no to­davía. La siguiente palabra fue: el asesino es un desertor marxista. Entonces la palabra lle­gó, en efecto: el asesino era un hombre joven que fue miembro del «Comité Pro Trato Justo a Cuba», era un admirador de Fidel Castro. Fidel declaró: «Si hubieran tenido la prueba, habrían dicho que era un agente, un asesino a sueldo. Al de­cir simplemente que es un admirador, es para tratar de hacer una asociación en la mente de las personas entre el nombre de Castro y la emoción despertada por el asesinato. Este es un método de publicidad, un dispositivo de propaganda. Es terrible. Pero ya sabes, estoy seguro de que esto va a revertirse contra ellos. Hay demasiadas políticas que compiten en los Estados Unidos para que solo una se imponga universalmente por mucho tiempo».

Llegamos a la granja de pueblo, donde los agricultores dieron la bienvenida a Fidel. En ese mismo momento, un orador anunció por la radio que se sabía ahora que el asesino era «marxista procastrista». Un comentarista seguía a otro; las observaciones se hicieron cada vez más emocionales, cada vez más agresivas. Fidel y luego se excusó: «Vamos a tener que renunciar a la visita a la granja». Fuimos hacia Matanzas desde donde podía llamar por teléfono el presidente Dorticós. En el camino me hizo varias preguntas: «¿Quién es Lyndon Johnson?, ¿cuál es su reputación?, ¿cuáles eran sus relaciones con Kennedy?, ¿con Khrushchev?, ¿cuál fue su posición en el momento de la invasión a Cuba?». Por último y más importante de todas: «¿Qué autoridad puede ejercer sobre la CIA?». Luego, brusca­mente, miró el reloj y vio que sería una media hora antes de llegar a Matanzas y, práctica­mente en el acto, se durmió. Después de pasar Matanzas, donde debe haber decretado el estado de alerta, regresa­mos a Varadero para la comida. Citando las palabras que le dijo una mujer poco antes, él me dijo que era una ironía de la historia para los cubanos, en la situación a la que habían sido reducidos por el bloqueo, a tener que llo­rar la muerte de un Presidente de los Estados Unidos. «Después de todo —añadió—, hay tal vez algunas personas en el mundo para los que esta noticia es motivo de regocijo. Los guerrilleros sudvietnamitas, por ejemplo, y también, me imagino, Madame Nhu».

Pensé en la gente de Cuba, acostumbrados a ver carteles como el que representa al ejérci­to rojo con Maquis superpuestos delante y los pies de foto gritando «HALT, MR. KENNEDY. CUBA no está sola...»

Pensé en todos los que habían llegado a asociar sus privaciones con las políticas del presidente John F. Kennedy.

Durante la cena pude hacer todas mis pre­guntas. ¿Qué había motivado a Castro a poner en peligro la paz del mundo con los misiles en Cuba? ¿Cuán dependiente era Cuba de la Unión Soviética? ¿No es posible concebir las relaciones entre Cuba y Estados Unidos en los mismos términos que los que existen entre Finlandia y los rusos? ¿Cómo se transitó desde el humanismo de la Sierra Maestra al marxismo-leninismo de 1961? Fidel Castro, de nuevo en plena forma, tenía una explicación para todo. Entonces me preguntó una vez más sobre Kennedy, y cada vez que elogié las cua­lidades intelectuales del presidente asesinado, sentí que despertaba mayor interés en él.

Los cubanos han vivido con los Estados Unidos en esa cruel intimidad tan familiar para mí de los colonizados con sus colonizadores. Sin embargo, era una intimidad. En esa ciudad tan seductora de La Habana a la que regresa­mos por la noche, donde los letreros lumino­sos con consignas marxistas han sustituido a la Coca Cola y las carteleras de pasta de dien­tes, en medio de exposiciones soviéticas y camiones checoslovacos, una cierta emoción estadounidense vibró en la atmósfera, com­puesta de resentimiento, de preocupación, de ansiedad, pero también, a pesar de todo, de un misterioso acercamiento casi impercepti­ble. Después de todo, mientras estaba vivo, el presidente estadounidense fue capaz de llegar a un acuerdo con nuestros amigos rusos, me dijo un joven intelectual cubano poco antes de irme. Era casi como si estuviera pidiendo dis­culpas por no alegrarse por el asesinato.

Nota. Publicado inicialmente en The New Republic, el 7 de diciembre de 1963.

 

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